lunes, 29 de marzo de 2010

El moribundo

No lo sé. Seguro no lo sabré nunca, pero creo que más que cruel, fue una muerte honorable. El hombre yacía en el campo. Uno de sus brazos estaba cercenado por debajo del codo. Tenías dos flechas clavadas en la pierna derecha y otra en el costado. Temblaba. Su ejército, o lo que quedaba de él, había huído en desbandada, perseguido por los vencedores. Su patria era ahora víctima de la violencia y el pillaje. No tenía a dónde regresar, sin sentir vergüenza al mirar los rostros de aquellos a quienes había jurado defender. No habría soportado tanta humillación. La daga que tenía clavada en la nuca, a medio enterrar, lo había dejado sin movimiento, pero aún respiraba. Bajé del caballo y me acerqué. Él sintió mis pasos. Cuando estuve a su lado, me detuve un instante. Su mano aferraba la hierba que le servía de lecho. Luego me miró. Creo que suplicaba en silencio. Levanté mi pierna derecha y con un movimiento rápido hundí la daga hasta la empuñadura. creo que sonrió antes de exhalar su último suspiro.

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