sábado, 14 de septiembre de 2013

DE LOS ÚLTIMOS HECHOS EN LA VIDA DE GUNTRAN MAC HARALT Y SUS EJÉRCITOS DE MUERTE (i)

-         Mi señor, el enemigo se acerca

Una y otra vez había escuchado esa frase, en boca de su heraldo, Ingwil el Joven. El Príncipe de los Siete Castillos alzaba su hacha de guerra y sus hombres preparaban sus armas para la lucha. Cientos de espadas comenzaban a cortar el aire y la Guardia del Príncipe levantaba sus poderosos martillos de guerra.

Cuando el enemigo estaba bastante cerca, Mac Haralt comenzaba a ganar la batalla. Con su mirada fulminaba el valor de los jefes contrarios. Sus ojos parecían dejar pasar la fuerza más oscura a través de sus pupilas. El efecto era inmediato sobre la templanza que cualquier mortal pudiese tratar de mantener frente a él.

En ese momento, la gran hacha comenzaba a girar en la mano de Guntran y el heraldo lanzaba el grito de guerra, que repetían los hombres de Mac Haralt antes de lanzarse sobre sus temerosos adversarios entonando el himno de Gryna, la diosa de la muerte. Gryna era la única divinidad a la cual Guntran parecía rendir pleitesía.

Esta vez, derrotaba a su último enemigo en la isla de Ibwc. Ahora era toda suya. La batalla fue corta y por eso no menos sangrienta que las anteriores. La victoria fue de Mac Haralt.



La figura del Príncipe de los Siete Castillos era terrorífica. Sus propios soldados le temían. Su yelmo era un cráneo de ciervo, reforzado con bandas de plata. Estaba adornado con cientos de plumas de cuervo de un color negro irreal. Su cabello largo, rubio como su barba, se deslizaba sobre una gran piel de lobo gris que cubría su armadura.

El caballo de Guntran era negro y de ojos rojos. Su amo lo llamaba Yar. Más alto que los demás equinos, mordía a los caballos del enemigo durante la batalla y, muchas veces, lograba darles muerte de una dentellada. Se decía que Yar era en realidad un demonio atrapado en el cuerpo de un caballo, pero nadie se atrevía a preguntarle algo a  Guntran sobre su montura.


El cuerpo de Mac Haralt estaba marcado por innumerables cicatrices. Dos veces había sobrevivido a tajos mortales. Cualquier otro ser humano habría cedido al seductor llamado de Gryna y habría recibido con resignación el canto de los ancestros. Pero Guntran no había nacido humano. Al menos no del todo.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Los Quinientos más Uno de Kenoic



Valerosos. Osados. Decididos y alegres. Orgullosos cabalgaban los Quinientos más Uno de Kenoic. Su comandante, sobre un brioso caballo de guerra avanzaba seguro de sus capitanes y sus hombres. Siempre hacia adelante, con lanzas, espadas, hachas y mazas se lanzaban sobre el enemigo y vencían. Honraban a su enemigo y celebraban a sus amigos. Eran invencibles, los protegidos de Fildrabá, los hijos predilectos de Scambhi, la diosa de la guerra.


Hermoso flotaba su estandarte contra los cuatro vientos. Guiados por la gloria y bendecidos por la fama. Eran fuertes, eran temidos y eran respetados. Eran los Quinientos más uno de Kenoic y siempre lo serían. Guiados por las estrellas de Fildrabá y protegidos por las espadas de los hijos de Scambhi.

domingo, 8 de septiembre de 2013

Aryse Stormglance (iii)

La herida era grave, pero no mortal. Un tajo largo y profundo, pero no suficiente para cegar la luz de la mirada de Aryse. Taumaturgos y herbolarios discutían sobre cómo tratar a la dama. Unos a otros se contradecían y argumentaban su razón con vehemencia. Alguien se acercó en silencio. Los sabios seguían en su discusión y no lo vieron pasar. Lady Aryse en medio de su debilidad sintió una cálida mano que levantaba ligeramente su cabeza y unas palabras en antiguo élfico que acompañaban a un brebaje de sabor amargo pero enérgico.

-      Mi nombre es Mesayla – escuchó una voz fuerte y danzarina al mismo tiempo. – Esto te ayudará a mejorar mientras tus sabios deciden como matarte. Pareció reír muy quedamente al final de su comentario.

La bebida hizo efecto rápidamente. Lady Aryse entró en el mundo de los sueños, el Vjällnir, como lo llamaban los elfos. Su cuerpo se hizo liviano. Su temperatura ascendió ligeramente. Comenzó a escuchar voces del pasado. Canciones de cuna. Cánticos. Lamentos. Llantos y risas. Imágenes se mezclaban en su mente, una tras otra, varias al mismo tiempo. De pronto sintió que se elevaba. Podía ver a los taumaturgos y herbolarios aún discutiendo. Podía ver a Mesayla sentado a su lado, susurrando algo en su lengua.

De pronto sólo oscuridad. Sintió el mismo terror que pudo ver en la mirada de Pheshog. Luego una pequeña luz. Una luciérnaga se posó en su mano. Luego voló y comenzó a iluminar dando vueltas alrededor de Aryse. Podía ver el castillo desde arriba, las tierras allende el río, los pájaros y los halcones.

Lady Aryse se abrumó con la belleza que veía. Tanto verde y tanto azul. Pensó en tantas batallas inútiles, en tanta sangre derramada. Demasiadas batallas, muchas consecuencia de su belleza y su linaje. Demasiados pretendientes, demasiados tontos y demasiados orgullos rotos. Una sonrisa se asomó a la comisura de los labios. Siguió recordando.

Una vez muertos su padre y su hermano, defendiendo sus tierras en la guerra contra la invasión de los Filbatha y sus bestias de guerra. Lady Aryse tuvo que hacerse cargo de los deberes del señorío. No fue sencilla la tarea.

Primero, tuvo que rechazar los intentos de varios senescales y mayordomos de su padre por hacerse con el mando de las tropas y con la herencia de la casa. Varios pidieron su mano, algunos intentaron tomar la heredad, la casa y su cuerpo por la fuerza, pocos sobrevivieron. Muchos abandonaron las tierras de su padre con la cabeza baja y un poderoso rencor en la mirada.

Finalmente, quedó muy reducida su mesnada, pero muy elevado su espíritu. Tuvo que nombrar nuevos capitanes. Un herrero, un veterano sargento y un joven sobrino de uno de aquellos que abandonaron la heredad. El joven escudero juró lealtad a Lady Aryse, con el tiempo, pudo demostrarla varias veces.

-  La belleza puede ser una pesadilla – murmuró. Una frase que la acompañaba desde muy joven.

Cuando aún contaba con sólo trece inviernos destrozó, sin querer, el corazón de su primo Feron. El joven conde había sucumbido, desde su primer encuentro, a su cabellera roja como el fuego, sus ojos grises, su piel pálida como el sol de invierno y su hermosa figura. Lady Aryse tuvo que aprender, una desagradable experiencia tras otra,  a medir sus palabras, a cubrir adecuadamente su cuerpo y a soportar la lujuria en los ojos de tantos nobles, guerreros y soldados con los cuales debía compartir su cotidianidad de una forma o de otra.

Sólo Taari, el veterano sargento, la miraba como a otro igual. Eso le agradaba. No había segundas intenciones en su amabilidad y su interés en educarla e instruirla en el manejo de las armas y la doma de caballos era genuino, como su corazón. Taari no tenía halagos para la joven Aryse, sólo reprimendas y sabios consejos. Era bueno saber que en alguien podía confiar.

Comenzó a huir de la corte y sus miradas. Prefería el uso de la espada y cabalgar sobre el potro que su padre le había obsequiado. Era un hermoso ejemplar de Niaspi, un macho fogoso y temperamental que parecía calmarse al contacto con las manos de Lady Aryse. Su vínculo surgió de inmediato, con el primer galope fue suficiente y fueron uno para el otro, jinete y montura, enlazados en una preciosa danza que compartirían desde entonces, cada vez que lograban reunirse en los campos de su padre. Ambos componían una hermosa figura que parecía deslizarse entre el verde y los acantilados en las tierras de Vurathi.

Lady Aryse aprendió a manejar la espada, la ballesta, el arco y la lanza, como el mejor de los capitanes de su padre. Aprendió a lanzar cuchillos, a luchar cuerpo a cuerpo, sin armas y sin más ropas que un taparrabos y una camisa. Sus músculos se hicieron fuertes y tonificados. Su piel se bronceó ligeramente por las largas horas de entrenamiento bajo el sol.

Al cumplir diecinueve años, era capaz de retar a su hermano en combate y vencerlo. Arath era un gran guerrero, el orgullo de su padre, Lord Aroth de Vurathi. Pero Lady Aryse era capaz de de vencerlo a mano limpia. Lady Nemarine, su madre, miraba horrorizada como su hija se había convertido en un poderoso guerrero y mostraba siempre su descontento con aquella situación. Pero Lord Aroth la calmaba con su mirada y sus palabras de ánimo.

-      No temas mi señora. Nunca dejaré que siquiera se vierta sangre cerca de ella, nuestra Aryse jamás irá a batalla con nosotros.

Aryse se llenaba de furia y descontento al oír aquello. Pero evitaba causar tristeza en su madre y desasosiego en su padre. Así que se tragaba las palabras y esperaba ansiosa por una oportunidad para probar su destreza y su valor. No sabía cuán pronto ese momento estaba por alcanzarla.

Los Filbatha cayeron sobre la costa norte como rayos sobre una pequeña villa, destruyendo y quemando a su paso todo lo que su gente había creado con esfuerzo y amor. Sus bestias de guerra parecían invencibles. Causaban temor aún entre los guerreros más curtidos. Algunos llegaron a pensar que eran seres creados con magia negra o demonios del inframundo. Pero no. Eran bestias desconocidas en este lado del mar. 

Luego de varias derrotas, los ejércitos de Lord Aroth estaban desmoralizados. Arath el hermano de Lady Aryse envió mensajeros pidiendo ayuda a todos los nobles de los señoríos cercanos y no tan cercanos. Sólo una gran fuerza podría contener a los Filbatha. No hubo respuesta. Al menos, no la esperada. Los mensajeros regresaron con muchos halagos, muchas excusas y ningún refuerzo.

-      Nos han dejado solos padre – dijo el joven a Lord Aroth. Algo de tristeza y rabia se podía sentir en el tono de su voz.
-      Casi todos – respondió el señor de Vurathi.

Sonaron trompetas en la distancia y el corazón del joven Arath se aceleró. Toda la guarnición del castillo se preparó para el asalto.

-      ¡Son ellos padre! ¡A las armas!
-  Son ellos Arath, pero no quienes tú crees – Lord Aroth parecía entusiasmado y la sorpresa casi se transforma en alegría para Arath.

Cuando finalmente se asomaron a la muralla, Lord Aroth sonreía como un niño. Dos pequeñas formaciones se acercaban al castillo desde el sur y desde el suroeste. La primera avanzaba con los colores azules y amarillos de las huestes de los elfos del bosque alto.  La segunda con los colores marrón y gris de los enanos de las cuevas rotas, la casa de Melmbur, el señor de Bhakinzar, la ciudad de las gemas.




Ambas razas eran aliadas de la casa de Q’Nar, los señores de Vurathi. Pero sólo eso tenían para unirlos en batalla, una larga historia de conflictos desde el rapto de la princesa Filthumvilya por un fuerte príncipe de los enanos, se había hecho costumbre entre ambas razas.

-     Son pocos padre – dijo Arath
-   Sí, hijo mío, menos de lo que esperaba, pero cada uno de ellos vale por dos o más de nosotros. Ayudarán a igualar la balanza.

Sólo trescientos guerreros elfos con sus arcos largos y sus espadas plateadas, casi el doble de guerreros enanos con sus hachas de hierro y sus martillos de guerra. Todos dispuestos a ayudar a sus hermanos de Vurathi. El recibimiento fue muy emotivo. Las gentes de Vurathi se lanzaron a recibir a sus hermanos elfos y enanos. La luz parecía brillar nuevamente en sus vidas.

El Sol se ocultó dos veces. Entonces, en una sombría mañana, una gran hueste se divisó en el horizonte. Los Filbatha venían a culminar su conquista. Venían a derrotar de una vez por todas a la casa de Q’nar. Los señores de Vurathi eran el único obstáculo para cruzar el istmo y seguir sometiendo nuevas tierras del continente bajo su poder.

Los invasores iniciaron el asalto al castillo sin perder un instante. El primer ataque fue brutal. Hombres, elfos y enanos se entregaron a la defensa. Los arqueros elfos diezmaron la vanguardia de los Filbatha, pero sus legiones eran numerosas. Cuando la victoria paracía hacerles un guiño a los defensors, aparecieron las bestias de los Filbatha. Wyverns y mantícoras, nagorns y belersdachs.




Arath concentró las fuerzas aliadas en la defensa contra las bestias. Los enanos se dedicaron a destruir a los nagorns y hacer el mayor daño posible a los belersdachs. Los elfos se concentraron en los wyverns y las mantícoras. Los humanos en hacer frente a las legiones de Filbatha que, oleada tras oleada, se estrellaban contra las paredes del castillo.

La batalla duró toda la mañana y casi toda la tarde. Los defensores no podían hacer más de lo que ya habían hecho y su ánimo comenzaba a vacilar.

En ese momento apareció Lord Aroth, Señor de Vurathi, Cyalbo de la Casa de Q’nar. Montando su caballo, un hermoso corcel de de guerra llamado Drom, salió al patio de armas arengando a sus hombres. Vestía su armadura roja y dorada, la de la Casa de Q’nar. El sol de la tarde la hacía relucir ante el enemigo y por un momento, los defensores pensaron que el propio Shamokk había venido a ayudarlos.

-  ¡A mí! ¡A mí, valientes Vurathi! ¡Por nuestros hijos, por nuestros padres! ¡Por nuestro honor! ¡Athanatar mashut bellura!

Cientos de voces respondieron y el ánimo regresó a los corazones de los defensores. Se abrieron las cuadras y decenas de caballeros Vurathi montaron sus caballos. Muchos guerreros elfos montaron también. Se abrieron las puertas y los defensores salieron a la carga.

Sorprendidos, los Filbatha cedieron ante el empuje inicial de la carga liderada por Lord Aroth, pero pronto las bestias de guerra volvieron a inclinar la balanza contra los defensores. Entonces salieron los enanos, entonando con voz grave su lamento de guerra. Blandiendo y lanzando hachas eliminaron a casi todos los nagorns y belersdachs. Los pocos que sobrevivieron, huyeron de la batalla. Luego se dedicaron a las mantícoras que descendían para atacar a los defensores. El propio Príncipe Nubar mató al capitán de los Filbatha que montaba al líder de las mantícoras y a su bestia. Pero murió también por las heridas que había sufrido. El resto de las mantícoras se lanzó sobre los enanos que habrían sucumbido de no ser por los arqueros elfos que aún quedaban en las murallas.

Aryse enloquecía en sus habitaciones. Se había puesto su armadura y sus armas estaban listas para ser usadas, pero dos guardias en su puerta no la dejaban salir. Podría vencerlos pero no iba a derramar sangre Vurathi. De pronto escuchó voces, el Capitán de la Guardia de la Fortaleza necesitaba cada hombre que pudiese luchar en las almenas y en las murallas. Los guardias se fueron y Aryse salió al corredor. Su armadura, azul y plata, relució con la luz que se filtraba. Ni una mancha, ni una abolladura. Para ella, una total vergüenza.

Corrió hacia las murallas y pudo ver morir al Príncipe de los enanos. Sus hermanos lucharon para recuperar su cuerpo y los arqueros elfos diezmaron a las mantícoras que salvajemente los atacaban. Los enanos se retiraron hacia las puertas del castillo. 

La batalla comenzaba a ser masacre. Hombres y elfos eran arrojados de sus monturas. Flechas, lanzas, hachas y garras cegaban sus vidas. Arath luchaba haciendo honor a su nombre, “como un león. Sus armas cortaban y tronchaban como un remolino de metal. Los Filbatha lo atacaban cada vez con mayor temor. Estaba agotado, pero no podía dejar de defender a su padre que, herido, luchaba por mantenerse sobre el lomo de Drom, mientras mataba a cuanto Filbatha podía aún golpear con su espada.

-          ¡Padre! ¡Regresa al castillo! ¡Debes salvarte!

No recibió respuesta. Sólo tuvo un instante para  ver a su padre caer bajo las garras de un Wyvern que destrozó su cuerpo y el de Drom, dejando sólo un amasijo de carne, miembros y sangre. Giró sobre sí y recibió media docena de flechas Filbatha en su pecho. Así cayeron los últimos varones de la Casa Q’nar.

El grito de Aryse murió en su garganta. La ira se apoderó de su corazón y el miedo atenazó su espíritu. Por un momento pensó que moriría, pensó que se desvanecería y sería esclavizada por los Filbatha, cuando finalmente tomaran la fortaleza. Volvió a mirar hacia abajo y vio los restos de su padre y su hermano. Vio los cuerpos de tantos amigos y aliados. Hombres, elfos y enanos, muertos o heridos bajo las legiones de los Filbatha que ya se acercaban a las puertas del castillo. Se dio vuelta. Miró hacia abajo otra vez y vio a las gentes de Vurathi. Herreros, labradores, peleteros, tenderos, carpinteros y pescadores. Hombres, mujeres, niños y ancianos. Tíos, hermanos, padres e hijos. La Guardia de la Fortaleza firme.

-          ¡Gente de Vurathi! - gritó - ¡Gente de mi padre! - siguió.

Lanzó entonces una arenga que muchos aseguraban fue grandiosa, pero que Aryse no lograba evocar desde ese mismo día. Sólo podía recordar el grito ensordecedor de la gente.

-          ¡Lady Aryse! ¡Vurathi! ¡Athanatar mashut bellura!


Recordaba las puertas del catillo abrirse y recordaba a la gente de Vurathi abalanzándose sobre el enemigo. Recordaba el choque del metal y los gritos. Su espada contra otras, contra lanzas, contra hachas, los relinchos de su potro Dragonmane. Recordaba el rostro asombrado de los Filbatha ante una nueva carga desde el castillo. El sol comenzó a ocultarse y los Filbatha sufrieron otro ataque desde su propia retaguardia. 

Los Enalfos, mestizos proscritos por sus razas de origen, decidieron que era el momento de ganarse el respeto de sus ancestros. Más de tres mil guerreros frescos llegaron en formación cerrada apoyados por arqueros y caballería ligera. Finalmente, los Filbatha cedieron. Los sobrevivientes se retiraron ordenadamente. Regresaron a la costa y luego a sus tierras de origen a bordo de sus rápidas naves. 

Vurathi se había salvado. Pero se había salvado tan poco, recordaba Lady Aryse en medio de su ensoñación.