domingo, 27 de octubre de 2013

Aryse Stormglance (iv)

Los defensores quedaron diezmados. Muy pocos habían sobrevivido y muchos de los heridos no verían el amanecer. Lady Aryse recuperó los cuerpos de su padre y su hermano. Los funerales fueron breves y tristes. Muy tristes. Los Vurathi caminaron altivos alrededor de ambos túmulos, como en antaño. Pero no había gloria en sus miradas, sino una gran desolación. La casa de Q’nar se había quedado sin heredero. La línea se había roto. Seguramente otra casa tomaría las tierras y el poder en Vurathi.

Elfos y enanos regresaron a sus reinos. Dejaron algunos trabajadores y orfebres para ayudar en la reconstrucción. Ambos pueblos levantaron sus estandartes pero marcharon en silencio de regreso a sus hogares.

Los Enalfos sobrevivientes fueron invitados a quedarse. Ayudarían en la reconstrucción y recibirían a cambio un hogar. Los proscritos aceptaron y consideraron pagada la deuda por sus muertos.


Entre los Vurathi sobrevivientes a la batalla el ánimo era sombrío. El destino era un oscuro pozo donde podían ahogarse todas sus esperanzas. Dos días después de los funerales de Lord Aroth y el joven Arath, las gentes de Vurathi seguían enterrando a sus muertos. Eran demasiados.

Esa tarde, al ocaso, vestida aún con su armadura manchada de sangre, Lady Aryse decidió salir al encuentro de su pueblo. Se encontró con la desesperación en la mirada de su gente. La tristeza de las madres, la amargura de los padres y el miedo de los hijos de los caídos. En cada mirada había un reproche y una súplica. Un dejo de rabia en cada sonrisa y una gota de ilusión en cada lágrima derramada.

Lady Aryse Stormglance la llamaban ahora, pues sus ojos grises llevaban una tempestad de emociones en su brillo y causaban algo de incomodidad, tristeza y temor en quienes le sostenían la mirada.

-  ¡Gente de Vurathi! – comenzó a decir en tono pausado pero firme. – La oscuridad ha caído sobre nosotros. La tristeza atenaza nuestros corazones y el mañana es sólo una aciaga certeza. Quiero decirles  - la voz se le quebró – Quiero asegurarles que estarán protegidos. El enemigo se ha retirado a sus tierras. Nuestros exploradores los han visto regresar en sus naves. Hemos pagado un alto precio, pero nuestra Guardia aún cuidará nuestro castillo y nuestros caminos. Reconstruiremos lo que el fuego ha devorado. Cultivaremos otra vez los campos arrasados. Nuestros aliados, elfos y enanos, enviarán más ayuda. Nuestros hermanos Enalfos se quedarán entre nosotros y fortalecerán nuestros muros, engrosarán nuestras fuerzas y crecerán entre nosotros. Sus niños jugarán con los nuestros y soñarán con un futuro, juntos.

Su gente la miraba, atenta, pero demasiado afectada por la incertidumbre. Entonces Lady Aryse expresó lo impensable.

-  Yo gobernaré Vurathi. Restableceré el linaje. Conmigo se mantendrá la casa de Q’nar si ustedes así lo desean. Yo puedo seguir con el gobierno de mi padre. Honrar su memoria y mantener sus promesas. La misma sangre vertida por mi padre y por mi hermano Arath – nuevamente se le quebró la voz – me dará la fuerza para protegeros y apoyaros como ellos lo hicieron. Pero si ustedes piensan que debo entregar Vurathi a otra casa, los entenderé y obedeceré vuestros corazones. ¿Qué me dicen? ¿Cuál es vuestra decisión?

Los Enalfos fueron los primeros en contestar. Finalmente tenían un hogar y no estaban dispuestos a perderlo.

-  ¡Lady Aryse Stormglance! ¡Lady Aryse de Vurathi! !Gellam Tanatur!

La gente de Vurathi pareció animarse. Los hombres jóvenes primero, luego los miembros de la Guardia que la habían visto luchar como una fiera salvaje en la refriega final contra los Filbatha. Luego los veteranos, los enfermos, la mujeres y aún los ancianos, todos comenzaron a vitorear a su señora.

-  ¡Lady Aryse! Lady Aryse de Q’nar! ¡Lady Aryse Stormglance! !Gellam Tanatur!


Al final, todos gritaban al unísono. El ruido era ensordecedor. Se escuchaba el orgullo sobre la pena. La esperanza sobre la angustia. La gloria sobre la propia muerte.

sábado, 14 de septiembre de 2013

DE LOS ÚLTIMOS HECHOS EN LA VIDA DE GUNTRAN MAC HARALT Y SUS EJÉRCITOS DE MUERTE (i)

-         Mi señor, el enemigo se acerca

Una y otra vez había escuchado esa frase, en boca de su heraldo, Ingwil el Joven. El Príncipe de los Siete Castillos alzaba su hacha de guerra y sus hombres preparaban sus armas para la lucha. Cientos de espadas comenzaban a cortar el aire y la Guardia del Príncipe levantaba sus poderosos martillos de guerra.

Cuando el enemigo estaba bastante cerca, Mac Haralt comenzaba a ganar la batalla. Con su mirada fulminaba el valor de los jefes contrarios. Sus ojos parecían dejar pasar la fuerza más oscura a través de sus pupilas. El efecto era inmediato sobre la templanza que cualquier mortal pudiese tratar de mantener frente a él.

En ese momento, la gran hacha comenzaba a girar en la mano de Guntran y el heraldo lanzaba el grito de guerra, que repetían los hombres de Mac Haralt antes de lanzarse sobre sus temerosos adversarios entonando el himno de Gryna, la diosa de la muerte. Gryna era la única divinidad a la cual Guntran parecía rendir pleitesía.

Esta vez, derrotaba a su último enemigo en la isla de Ibwc. Ahora era toda suya. La batalla fue corta y por eso no menos sangrienta que las anteriores. La victoria fue de Mac Haralt.



La figura del Príncipe de los Siete Castillos era terrorífica. Sus propios soldados le temían. Su yelmo era un cráneo de ciervo, reforzado con bandas de plata. Estaba adornado con cientos de plumas de cuervo de un color negro irreal. Su cabello largo, rubio como su barba, se deslizaba sobre una gran piel de lobo gris que cubría su armadura.

El caballo de Guntran era negro y de ojos rojos. Su amo lo llamaba Yar. Más alto que los demás equinos, mordía a los caballos del enemigo durante la batalla y, muchas veces, lograba darles muerte de una dentellada. Se decía que Yar era en realidad un demonio atrapado en el cuerpo de un caballo, pero nadie se atrevía a preguntarle algo a  Guntran sobre su montura.


El cuerpo de Mac Haralt estaba marcado por innumerables cicatrices. Dos veces había sobrevivido a tajos mortales. Cualquier otro ser humano habría cedido al seductor llamado de Gryna y habría recibido con resignación el canto de los ancestros. Pero Guntran no había nacido humano. Al menos no del todo.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Los Quinientos más Uno de Kenoic



Valerosos. Osados. Decididos y alegres. Orgullosos cabalgaban los Quinientos más Uno de Kenoic. Su comandante, sobre un brioso caballo de guerra avanzaba seguro de sus capitanes y sus hombres. Siempre hacia adelante, con lanzas, espadas, hachas y mazas se lanzaban sobre el enemigo y vencían. Honraban a su enemigo y celebraban a sus amigos. Eran invencibles, los protegidos de Fildrabá, los hijos predilectos de Scambhi, la diosa de la guerra.


Hermoso flotaba su estandarte contra los cuatro vientos. Guiados por la gloria y bendecidos por la fama. Eran fuertes, eran temidos y eran respetados. Eran los Quinientos más uno de Kenoic y siempre lo serían. Guiados por las estrellas de Fildrabá y protegidos por las espadas de los hijos de Scambhi.

domingo, 8 de septiembre de 2013

Aryse Stormglance (iii)

La herida era grave, pero no mortal. Un tajo largo y profundo, pero no suficiente para cegar la luz de la mirada de Aryse. Taumaturgos y herbolarios discutían sobre cómo tratar a la dama. Unos a otros se contradecían y argumentaban su razón con vehemencia. Alguien se acercó en silencio. Los sabios seguían en su discusión y no lo vieron pasar. Lady Aryse en medio de su debilidad sintió una cálida mano que levantaba ligeramente su cabeza y unas palabras en antiguo élfico que acompañaban a un brebaje de sabor amargo pero enérgico.

-      Mi nombre es Mesayla – escuchó una voz fuerte y danzarina al mismo tiempo. – Esto te ayudará a mejorar mientras tus sabios deciden como matarte. Pareció reír muy quedamente al final de su comentario.

La bebida hizo efecto rápidamente. Lady Aryse entró en el mundo de los sueños, el Vjällnir, como lo llamaban los elfos. Su cuerpo se hizo liviano. Su temperatura ascendió ligeramente. Comenzó a escuchar voces del pasado. Canciones de cuna. Cánticos. Lamentos. Llantos y risas. Imágenes se mezclaban en su mente, una tras otra, varias al mismo tiempo. De pronto sintió que se elevaba. Podía ver a los taumaturgos y herbolarios aún discutiendo. Podía ver a Mesayla sentado a su lado, susurrando algo en su lengua.

De pronto sólo oscuridad. Sintió el mismo terror que pudo ver en la mirada de Pheshog. Luego una pequeña luz. Una luciérnaga se posó en su mano. Luego voló y comenzó a iluminar dando vueltas alrededor de Aryse. Podía ver el castillo desde arriba, las tierras allende el río, los pájaros y los halcones.

Lady Aryse se abrumó con la belleza que veía. Tanto verde y tanto azul. Pensó en tantas batallas inútiles, en tanta sangre derramada. Demasiadas batallas, muchas consecuencia de su belleza y su linaje. Demasiados pretendientes, demasiados tontos y demasiados orgullos rotos. Una sonrisa se asomó a la comisura de los labios. Siguió recordando.

Una vez muertos su padre y su hermano, defendiendo sus tierras en la guerra contra la invasión de los Filbatha y sus bestias de guerra. Lady Aryse tuvo que hacerse cargo de los deberes del señorío. No fue sencilla la tarea.

Primero, tuvo que rechazar los intentos de varios senescales y mayordomos de su padre por hacerse con el mando de las tropas y con la herencia de la casa. Varios pidieron su mano, algunos intentaron tomar la heredad, la casa y su cuerpo por la fuerza, pocos sobrevivieron. Muchos abandonaron las tierras de su padre con la cabeza baja y un poderoso rencor en la mirada.

Finalmente, quedó muy reducida su mesnada, pero muy elevado su espíritu. Tuvo que nombrar nuevos capitanes. Un herrero, un veterano sargento y un joven sobrino de uno de aquellos que abandonaron la heredad. El joven escudero juró lealtad a Lady Aryse, con el tiempo, pudo demostrarla varias veces.

-  La belleza puede ser una pesadilla – murmuró. Una frase que la acompañaba desde muy joven.

Cuando aún contaba con sólo trece inviernos destrozó, sin querer, el corazón de su primo Feron. El joven conde había sucumbido, desde su primer encuentro, a su cabellera roja como el fuego, sus ojos grises, su piel pálida como el sol de invierno y su hermosa figura. Lady Aryse tuvo que aprender, una desagradable experiencia tras otra,  a medir sus palabras, a cubrir adecuadamente su cuerpo y a soportar la lujuria en los ojos de tantos nobles, guerreros y soldados con los cuales debía compartir su cotidianidad de una forma o de otra.

Sólo Taari, el veterano sargento, la miraba como a otro igual. Eso le agradaba. No había segundas intenciones en su amabilidad y su interés en educarla e instruirla en el manejo de las armas y la doma de caballos era genuino, como su corazón. Taari no tenía halagos para la joven Aryse, sólo reprimendas y sabios consejos. Era bueno saber que en alguien podía confiar.

Comenzó a huir de la corte y sus miradas. Prefería el uso de la espada y cabalgar sobre el potro que su padre le había obsequiado. Era un hermoso ejemplar de Niaspi, un macho fogoso y temperamental que parecía calmarse al contacto con las manos de Lady Aryse. Su vínculo surgió de inmediato, con el primer galope fue suficiente y fueron uno para el otro, jinete y montura, enlazados en una preciosa danza que compartirían desde entonces, cada vez que lograban reunirse en los campos de su padre. Ambos componían una hermosa figura que parecía deslizarse entre el verde y los acantilados en las tierras de Vurathi.

Lady Aryse aprendió a manejar la espada, la ballesta, el arco y la lanza, como el mejor de los capitanes de su padre. Aprendió a lanzar cuchillos, a luchar cuerpo a cuerpo, sin armas y sin más ropas que un taparrabos y una camisa. Sus músculos se hicieron fuertes y tonificados. Su piel se bronceó ligeramente por las largas horas de entrenamiento bajo el sol.

Al cumplir diecinueve años, era capaz de retar a su hermano en combate y vencerlo. Arath era un gran guerrero, el orgullo de su padre, Lord Aroth de Vurathi. Pero Lady Aryse era capaz de de vencerlo a mano limpia. Lady Nemarine, su madre, miraba horrorizada como su hija se había convertido en un poderoso guerrero y mostraba siempre su descontento con aquella situación. Pero Lord Aroth la calmaba con su mirada y sus palabras de ánimo.

-      No temas mi señora. Nunca dejaré que siquiera se vierta sangre cerca de ella, nuestra Aryse jamás irá a batalla con nosotros.

Aryse se llenaba de furia y descontento al oír aquello. Pero evitaba causar tristeza en su madre y desasosiego en su padre. Así que se tragaba las palabras y esperaba ansiosa por una oportunidad para probar su destreza y su valor. No sabía cuán pronto ese momento estaba por alcanzarla.

Los Filbatha cayeron sobre la costa norte como rayos sobre una pequeña villa, destruyendo y quemando a su paso todo lo que su gente había creado con esfuerzo y amor. Sus bestias de guerra parecían invencibles. Causaban temor aún entre los guerreros más curtidos. Algunos llegaron a pensar que eran seres creados con magia negra o demonios del inframundo. Pero no. Eran bestias desconocidas en este lado del mar. 

Luego de varias derrotas, los ejércitos de Lord Aroth estaban desmoralizados. Arath el hermano de Lady Aryse envió mensajeros pidiendo ayuda a todos los nobles de los señoríos cercanos y no tan cercanos. Sólo una gran fuerza podría contener a los Filbatha. No hubo respuesta. Al menos, no la esperada. Los mensajeros regresaron con muchos halagos, muchas excusas y ningún refuerzo.

-      Nos han dejado solos padre – dijo el joven a Lord Aroth. Algo de tristeza y rabia se podía sentir en el tono de su voz.
-      Casi todos – respondió el señor de Vurathi.

Sonaron trompetas en la distancia y el corazón del joven Arath se aceleró. Toda la guarnición del castillo se preparó para el asalto.

-      ¡Son ellos padre! ¡A las armas!
-  Son ellos Arath, pero no quienes tú crees – Lord Aroth parecía entusiasmado y la sorpresa casi se transforma en alegría para Arath.

Cuando finalmente se asomaron a la muralla, Lord Aroth sonreía como un niño. Dos pequeñas formaciones se acercaban al castillo desde el sur y desde el suroeste. La primera avanzaba con los colores azules y amarillos de las huestes de los elfos del bosque alto.  La segunda con los colores marrón y gris de los enanos de las cuevas rotas, la casa de Melmbur, el señor de Bhakinzar, la ciudad de las gemas.




Ambas razas eran aliadas de la casa de Q’Nar, los señores de Vurathi. Pero sólo eso tenían para unirlos en batalla, una larga historia de conflictos desde el rapto de la princesa Filthumvilya por un fuerte príncipe de los enanos, se había hecho costumbre entre ambas razas.

-     Son pocos padre – dijo Arath
-   Sí, hijo mío, menos de lo que esperaba, pero cada uno de ellos vale por dos o más de nosotros. Ayudarán a igualar la balanza.

Sólo trescientos guerreros elfos con sus arcos largos y sus espadas plateadas, casi el doble de guerreros enanos con sus hachas de hierro y sus martillos de guerra. Todos dispuestos a ayudar a sus hermanos de Vurathi. El recibimiento fue muy emotivo. Las gentes de Vurathi se lanzaron a recibir a sus hermanos elfos y enanos. La luz parecía brillar nuevamente en sus vidas.

El Sol se ocultó dos veces. Entonces, en una sombría mañana, una gran hueste se divisó en el horizonte. Los Filbatha venían a culminar su conquista. Venían a derrotar de una vez por todas a la casa de Q’nar. Los señores de Vurathi eran el único obstáculo para cruzar el istmo y seguir sometiendo nuevas tierras del continente bajo su poder.

Los invasores iniciaron el asalto al castillo sin perder un instante. El primer ataque fue brutal. Hombres, elfos y enanos se entregaron a la defensa. Los arqueros elfos diezmaron la vanguardia de los Filbatha, pero sus legiones eran numerosas. Cuando la victoria paracía hacerles un guiño a los defensors, aparecieron las bestias de los Filbatha. Wyverns y mantícoras, nagorns y belersdachs.




Arath concentró las fuerzas aliadas en la defensa contra las bestias. Los enanos se dedicaron a destruir a los nagorns y hacer el mayor daño posible a los belersdachs. Los elfos se concentraron en los wyverns y las mantícoras. Los humanos en hacer frente a las legiones de Filbatha que, oleada tras oleada, se estrellaban contra las paredes del castillo.

La batalla duró toda la mañana y casi toda la tarde. Los defensores no podían hacer más de lo que ya habían hecho y su ánimo comenzaba a vacilar.

En ese momento apareció Lord Aroth, Señor de Vurathi, Cyalbo de la Casa de Q’nar. Montando su caballo, un hermoso corcel de de guerra llamado Drom, salió al patio de armas arengando a sus hombres. Vestía su armadura roja y dorada, la de la Casa de Q’nar. El sol de la tarde la hacía relucir ante el enemigo y por un momento, los defensores pensaron que el propio Shamokk había venido a ayudarlos.

-  ¡A mí! ¡A mí, valientes Vurathi! ¡Por nuestros hijos, por nuestros padres! ¡Por nuestro honor! ¡Athanatar mashut bellura!

Cientos de voces respondieron y el ánimo regresó a los corazones de los defensores. Se abrieron las cuadras y decenas de caballeros Vurathi montaron sus caballos. Muchos guerreros elfos montaron también. Se abrieron las puertas y los defensores salieron a la carga.

Sorprendidos, los Filbatha cedieron ante el empuje inicial de la carga liderada por Lord Aroth, pero pronto las bestias de guerra volvieron a inclinar la balanza contra los defensores. Entonces salieron los enanos, entonando con voz grave su lamento de guerra. Blandiendo y lanzando hachas eliminaron a casi todos los nagorns y belersdachs. Los pocos que sobrevivieron, huyeron de la batalla. Luego se dedicaron a las mantícoras que descendían para atacar a los defensores. El propio Príncipe Nubar mató al capitán de los Filbatha que montaba al líder de las mantícoras y a su bestia. Pero murió también por las heridas que había sufrido. El resto de las mantícoras se lanzó sobre los enanos que habrían sucumbido de no ser por los arqueros elfos que aún quedaban en las murallas.

Aryse enloquecía en sus habitaciones. Se había puesto su armadura y sus armas estaban listas para ser usadas, pero dos guardias en su puerta no la dejaban salir. Podría vencerlos pero no iba a derramar sangre Vurathi. De pronto escuchó voces, el Capitán de la Guardia de la Fortaleza necesitaba cada hombre que pudiese luchar en las almenas y en las murallas. Los guardias se fueron y Aryse salió al corredor. Su armadura, azul y plata, relució con la luz que se filtraba. Ni una mancha, ni una abolladura. Para ella, una total vergüenza.

Corrió hacia las murallas y pudo ver morir al Príncipe de los enanos. Sus hermanos lucharon para recuperar su cuerpo y los arqueros elfos diezmaron a las mantícoras que salvajemente los atacaban. Los enanos se retiraron hacia las puertas del castillo. 

La batalla comenzaba a ser masacre. Hombres y elfos eran arrojados de sus monturas. Flechas, lanzas, hachas y garras cegaban sus vidas. Arath luchaba haciendo honor a su nombre, “como un león. Sus armas cortaban y tronchaban como un remolino de metal. Los Filbatha lo atacaban cada vez con mayor temor. Estaba agotado, pero no podía dejar de defender a su padre que, herido, luchaba por mantenerse sobre el lomo de Drom, mientras mataba a cuanto Filbatha podía aún golpear con su espada.

-          ¡Padre! ¡Regresa al castillo! ¡Debes salvarte!

No recibió respuesta. Sólo tuvo un instante para  ver a su padre caer bajo las garras de un Wyvern que destrozó su cuerpo y el de Drom, dejando sólo un amasijo de carne, miembros y sangre. Giró sobre sí y recibió media docena de flechas Filbatha en su pecho. Así cayeron los últimos varones de la Casa Q’nar.

El grito de Aryse murió en su garganta. La ira se apoderó de su corazón y el miedo atenazó su espíritu. Por un momento pensó que moriría, pensó que se desvanecería y sería esclavizada por los Filbatha, cuando finalmente tomaran la fortaleza. Volvió a mirar hacia abajo y vio los restos de su padre y su hermano. Vio los cuerpos de tantos amigos y aliados. Hombres, elfos y enanos, muertos o heridos bajo las legiones de los Filbatha que ya se acercaban a las puertas del castillo. Se dio vuelta. Miró hacia abajo otra vez y vio a las gentes de Vurathi. Herreros, labradores, peleteros, tenderos, carpinteros y pescadores. Hombres, mujeres, niños y ancianos. Tíos, hermanos, padres e hijos. La Guardia de la Fortaleza firme.

-          ¡Gente de Vurathi! - gritó - ¡Gente de mi padre! - siguió.

Lanzó entonces una arenga que muchos aseguraban fue grandiosa, pero que Aryse no lograba evocar desde ese mismo día. Sólo podía recordar el grito ensordecedor de la gente.

-          ¡Lady Aryse! ¡Vurathi! ¡Athanatar mashut bellura!


Recordaba las puertas del catillo abrirse y recordaba a la gente de Vurathi abalanzándose sobre el enemigo. Recordaba el choque del metal y los gritos. Su espada contra otras, contra lanzas, contra hachas, los relinchos de su potro Dragonmane. Recordaba el rostro asombrado de los Filbatha ante una nueva carga desde el castillo. El sol comenzó a ocultarse y los Filbatha sufrieron otro ataque desde su propia retaguardia. 

Los Enalfos, mestizos proscritos por sus razas de origen, decidieron que era el momento de ganarse el respeto de sus ancestros. Más de tres mil guerreros frescos llegaron en formación cerrada apoyados por arqueros y caballería ligera. Finalmente, los Filbatha cedieron. Los sobrevivientes se retiraron ordenadamente. Regresaron a la costa y luego a sus tierras de origen a bordo de sus rápidas naves. 

Vurathi se había salvado. Pero se había salvado tan poco, recordaba Lady Aryse en medio de su ensoñación.

domingo, 11 de agosto de 2013

Aryse Stormglance (ii)

La planicie se abrió ante sus ojos. Hacia ella marchando a paso redoblado, las huestes de Blekka. Su temible líder montaba su famosa yegua negra, Deathwhisper. Su figura sobresalía aún en la distancia. Era más alto que la mayoría de sus hombres y aún más alto que el propio Pheshog, uno de los pocos en superar en estatura a Lady Aryse. Dragonmane pifiaba una y otra vez, impaciente por arrollar hacia la refriega. Se escuchó un cuerno en la distancia, Lady Aryse comprendió que era la señal del enemigo para iniciar la carga. En ese momento sintió la respuesta de su ejército. Uno tras otro gritó hasta construir un solo bramido, un solo y ensordecedor bramido. Taari el Viejo, acercó su montura.

-  A vuestra señal mi Lady – Se colocó el yelmo y cerró la visera. La loriga de su caballo tintineó.
- En cuanto estén al alcance de los arqueros Taari. Quiero seis lanzamientos por arquero y luego que se retiren al esa floresta ahí atrás.
-   Así se hará mi Lady – respondió Taari.

Las huestes de Blekka alzaron su grito de guerra y siguieron avanzando. Cada vez más deprisa pero sin romper formación. Incluso los mercenarios Vasharas mantenían cierto tipo de orden. Se podía sentir la tierra temblando bajo sus pisadas, el choque de metal contra metal, el cuero rozando la piel y las armas.



Los arqueros de Lady Aryse lanzaron la primera andanada de flechas. Muchos de los hombres de Blekka cayeron, pero ninguno aminoró la marcha. Los truenos sonaron en la distancia, pero parecían tímidas estrellas en una noche de Luna llena. Los arqueros lanzaron una segunda y una tercera ronda de flechas. Entonces todo se hizo oscuridad. El Sol pareció ocultarse y Lady Aryse comprendió sus más profundos temores. En el cielo, frente a ella, oscureciendo el día estaba una pareja de Wyverns. Dos enormes leviatanes de color negro con garras color bronce y una enorme punta azul y venenosa al final de sus colas. En la nuca de cada bestia un nigromante. Ambos vestían la típica túnica negra con el símbolo de la Luna Oscura en la cimera. Mesayla fue el primero en reaccionar.

-  Arqueros! Olviden a las tropas! Disparen a las bestias, derriben esas aberraciones! Apunten a los Nigromantes! No pueden protegerse y controlar a los Wyverns al mismo tiempo!

Taari el Viejo continuó dando órdenes pero la confusión ganó unos momentos valiosos a favor de las huestes de Dhangor Blekka y sus bestias de guerra. Dos escuadrones de caballería fueron dispuestos para proteger a los arqueros, los hombres trataron de mantener la formación de águila, pero un par de claros se hicieron evidentes para el enemigo. En esos claros concentraron su ataque los capitanes de Blekka, mientras los Wyverns atacaban al resto de la caballería y a la vanguardia donde la propia Lady Aryse luchaba por mantenerse con vida sobre Dragonmane. Entonces cayeron sobre ellos los mercenarios Vasharas. Semi-desnudos llenos de tatuajes, de espaldas enormes y fuertes brazos, luchaban con mazas y hachas de guerra mientras cantaban canciones de cuna. Así las madres Vasharas preparaban a sus hijos para la guerra. Sus canciones de cuna hablaban de sangre, muerte y destrucción.

Pheshog contraatacó con sus cuatro compañías de piqueros y un escuadrón de caballería, por algunos momentos su ataque tuvo efecto y los Vasharas vacilaron, pero entonces los Wyverns volvieron a barrer con su cola el campo y la mitad de los hombres de Pheshog perecieron o quedaron heridos.

Fue entonces cuando el bravo Mesayla realizó la proeza por la que siempre sería recordado. Tomó su arco élfico y apunto utilizando el aventajado sentido de la vista que había heredado de su madre. Con una flecha de abedul y punta de plata atravesó el corazón de uno de los nigromantes. El mago oscuro murió en el acto y el Wyvern macho se vio liberado del hechizo que lo mantenía mentalmente esclavizado.

El monstruo cayó a tierra matando guerreros de ambos bandos. Luego remontó el vuelo y atacó a su hembra, para derribar al otro nigromante que, utilizando sus últimas fuerzas, logró desaparecer y huir así de la batalla.

Mesayla sonrió y orgulloso buscó la mirada de Lady Aryse. Ese fue su error. Dos guerreros de Dhangor Blekka lo atravesaron con sus espadas y un Vasharas le hundió el cráneo con su mazo. Así terminaron los gloriosos días de Mesayla, el pequeño gigante. Lady Aryse gritó, gritó con todas sus fuerzas y entonces dio rienda suelta a su dolor. El miedo desapareció y la ira tomó su lugar, una ira incontenible que la llenó de fuerza y determinación.

El viejo Taari logró reordenar el flaco derecho y cayó sobre los desconcertados Vasharas que consideraban un terrible presagio la huida de los Wyverns. Los capitanes de Blekka trataron de contenerlos, pero finalmente comenzaron a huir en desbandada. Muchos corrían gritando “¡bellura selflia!” seguros del inminente ataque de una hueste élfica.

Lady Aryse cortaba y tronchaba a ambos lados de su montura y Dragonmane arrollaba a todo el que se cruzara en su camino. La melena roja de Aryse estaba salpicada se sangre y eso le daba un aspecto más aterrador, muchos retrocedían al verla y sólo algunos seguían intentando derribarla. Con la mirada buscaba a Blekka, quería luchar con él, hacerle pagar por la muerte de Mesayla y de tantos de sus hombres. Pero el enemigo no aparecía por ninguna parte. De pronto giró y se encontró chocando su espada, Gilandar, contra la espada de Pheshog.

-     Están huyendo mi Lady – el campo es nuestro.

Ella sonrió. Pheshog le respondió con otra sonrisa, sólo para mirar horrorizado como sangraba el costado de su Lady Aryse. Un gran tajo recorría el torso de la dama desde la axila hasta la cadera y la sangre manchaba sus ropas y la cruz de Dragonmane. Fue lo último que vio Lady Aryse ese día. El terror en la mirada de Pheshog y luego sólo oscuridad. Sus guardias la bajaron de Dragonmane que pareció entender y no reaccionó ante la ausencia de su jinete. Dócilmente se dejó llevar por Pheshog hasta el campamento.

Ese día no hubo canciones. No hubo celebraciones. No hubo festín ni cerveza de brezo. Eran demasiado los muertos. Los amigos caídos llenaban de tristeza los corazones de los vencedores. La pérdida de Mesayla sumió a las tropas en una profunda tristeza y muchos veteranos lloraron en silencio. Los que no lloraban a Mesayla, elevaban sus pensamientos a los dioses y a sus ancestros, para que protegiesen la vida y la salud de su señora, Lady Aryse Stormglance que se debatía entre este mundo y el de los ancestros.

jueves, 25 de julio de 2013

Aryse Stormglance (i)



Lady Aryse Stormglance dio una leve palmada al cuello de su montura. Dragonmane se movió grácil y orgulloso hacia la pequeña elevación que se levantaba desafiante ante aquella llanura interminable, sin fin en el horizonte. Los seguían cinco jinetes de la guardia y los tres capitanes de la dama Pheshog, Taari el viejo y Mesayla.

Por un instante, Lady Aryse se dejó abrazar por el miedo, el más puro terror se adueñó de su mente y de su cuerpo, lo dejó vagar por su piel y sus vísceras por sólo un instante para dejarlo vagar y alejarse de su ser y de su ejército. El mismo Dragonmane pudo sentir ese terror, ese sentimiento que inexplicablemente le transmitía su dama antes de cada batalla. Pero Dragonmane también conocía lo breve de su presencia, lo efímero de su efecto sobre el espíritu de Lady Aryse y sobre su propio poderoso corazón de caballo. Entonces pifiaba orgulloso y dejaba salir un relincho que parecía cubrir el paisaje. El era Dragonmane. Un gran semental de los Niaspi, el antiguo linaje de caballos de batalla. Era noble, fuerte y temerario en la refriega. Dragonmane era el caballo de Lady Aryse Stormglance. Más rápido que la mayoría de los caballos de batalla y la mejor montura para una carga valerosa. Sus crines eran de dos colores, blanco ceniza con marrón claro, y por eso lo llamaron Dragonmane, como todos suponían eran los colores de los ancestrales dragones de Siluvia.

Taari el viejo se atrevió a romper el silencio:  - Son muchos mi Lady. Más de cinco mil hombres a pie y por lo menos tres regimientos de caballería, sin contar los mercenarios Vasharas. Un ejército formidable.

Bah! – respondió Mesayla – más alimento para mi hacha, eres sólo un viejo comedor de verduras.

De extraña fisonomía por su origen mestizo el rubicundo Mesayla era superado en tamaño casi por todos los miembros del ejército de Lady Aryse, pero su cuerpo había heredado la fortaleza del linaje de los enanos al que pertenecía su padre, con los rasgos angulosos y delicados del rostro de su madre, la legendaria Filthumvilya, de renombre entre las guerreras elfas del bosque de Doreani.

Pheshog, el más callado, el más leal de todos los soldados de Lady Aryse, se atrevió a hablar en ese momento: - Somos menos es cierto. Pero estamos mejor armados y mejor cohesionados. La moral de los hombres es alta mi Lady.

- Lo sé mi buen Pheshog – habló finalmente Lady Aryse – Pero no se trata de un ejército cualquiera. Se trata de Dhangor Blekka, el señor de la muerte lo llaman. No ha sido derrotado. No por mucho tiempo, al menos. Además nuestros guerreros están agotados por la marcha forzada de los últimos dos días. Tendremos que aprovechar hasta la última gota de sangre y sabiduría que poseemos. ¡Despliegalos en formación vuelo de águila! ¡Debemos destrozar el centro y evitar ser envueltos por la caballería! ¡Quiero seis rondas de flechas antes del combate cuerpo a cuerpo, y no quiero perder un solo arquero! Vamos trío de niños a divertirse! ¡Suerte y buena caza! ¡Nos veremos aquí otra vez, al terminar la batalla!


Lady Aryse Stormglance, giró con Dragonmane y se dirigió hacia la vanguardia de su ejército. Esta sería una batalla memorable, pero muchos de sus guerreros no podrían recordarla pues quedarían sembrados en el campo para alimento de los buitres que ya sobrevolaban con su lúgubre paciencia sobre aquella planicie. Esta vez el miedo parecía acecharla desde un rincón de su mente. No había logrado alejarlo del todo. Eso no era un buen presagio, pero intentó empujarlo hacía el borde de su consciencia. Tenía que arengar a sus tropas y una batalla que ganar. Ya habría tiempo para el miedo, pensó. Un escalofrío recorrió su cuerpo y Dragonmane respondió con otro relincho.

lunes, 22 de julio de 2013

Dragonmane (English version)



He was Dragonmane. A great stallion from the Niaspi, the ancient breed of warhorses. He was noble, strong and fearless in battle. He was the horse of the Lady Aryse Stormglance. He was faster than most of the warhorses and he was the best mount for a brave charge. His mane was two-colored, white-ash and light brown so he was called Dragonmane, as the ancient dragons from Siluvia were supposed to be colored.

miércoles, 19 de junio de 2013

MEGUM OCMË


Había traspasado todas las fronteras de la vergüenza y el escarnio. Se sabía impuro, detestable. Conocía todas las amarguras de la derrota y su hijo dilecto, el desprecio. Sin embargo, su vida estaba llena de sinsabores, pequeñeces y desconciertos. Su vida estaba vacía. Hacía tiempo que su corazón no daba un vuelco. Hacía mucho tiempo que su risa era un dibujo repetido, una broma contra sí mismo. Ya los sueños no eran posibles y su inspiración estaba hueca.

Todos los intentos por seguir valores e ideales superiores habían resultado en una simple pérdida de oportunidades bajo el yugo de la represión y con el triunfo de la cobardía. No había arriesgado nada. Había evitado indiscreciones, errores, faltas y traiciones, pero no había recibido a cambio sino tristeza y angustia, también alguna que otra burla. Incluso algunas culpas, para nada merecidas, se habían anidado en el corazón de quienes lo rodeaban, acechando constantemente su cotidianidad.

Demasiados años, demasiados mitos, demasiados logros, pero mucho vacío e incredulidad. Lo peor era saber que nadie conocía de sus esfuerzos, de sus gloriosas victorias sobre los impulsos, sobre los deseos, sobre las acciones sin razón que los demás parecían disfrutar con especial fruición.

Ahora sabía que sus intenciones nunca serían valoradas, que sus hazañas jamás serían cantadas ni recordadas. Eran minúsculas, insignificantes y por sobre todas las cosas, desconocidas. A nadie le importaban. Aún aquellos que se habían beneficiado de su fuerza y de su ecuanimidad, no veían en él más que un despojo, un espécimen vacilante de una especie en extinción.  Sus victorias no eran tales, eran sólo pasto para las bestias de la discordia.

Su vida podía ahora resumirse de manera simple y peyorativa. Nada que recuperar. Nada que rescatar en especial. Sólo un tránsito inerte sobre la calzada, con demasiadas rutas interesantes sin recorrer. Era un verdadero desperdicio, una nimiedad, algo muy fácil de descartar y de olvidar.

Ahora lo sabía. Pero nuevamente, la duda parecía ganar. Y detrás de la duda siempre estaba su peor enemigo: la razón. Esa terca tendencia a analizar, a examinar, a diseccionar cada hecho, cada intento, cada acción. Como un estratega irremediable tenía que visualizar las consecuencias de cada escenario, revisar opciones y adivinar desenlaces. Había aprendido a hacerlo, luego lo había perfeccionado y ahora estaba en la cima de su arte. Un arte que no tenía audiencia y que lo alejaba cada vez más de la gente. Peor aún lo acercaba más al desprecio de quienes más quería.

Era como una espiral descendente. Con giros repetidos en áreas conocidas. Cada vez que algo mejoraba, dos o tres cosas debían empeorar y así cualquier meta alcanzada o cualquier éxito posible debía verse truncado, para satisfacción de los demás. Un detalle, un evento fortuito, un percance bastaban para desencadenar todo un período de ignominia e infamia. Entonces se requería de toda su energía, de toda su voluntad y de todo su arte. Sabía que iba a lograrlo, ahora contaba inclusive con esa tranquilidad. Pero esa convicción no podría nunca evitar todos los pesares, toda la melancolía y toda la desesperación que implicaba conocer lo fútil de cada giro, de cada período, de toda la espiral que se empeñaba en repetirse y absorberlo con su centrífuga.

No lo molestaba saberlo. No lo molestaba entenderlo. Ni siquiera lo molestaba conocer el evidente desenlace. Lo torturaba comprender que nadie más lo veía, que sus más cercanos afectos sucumbían inmediatamente a la fuerza de la espiral y que incluso parecían creer que esa era la única opción para desarrollar su existencia. Era aún más terrible sentirse indefenso ante el destino cuando se tenían las claves para variarlo y convertirlo en decisión. Pero su entendimiento sólo le permitía observar, comprender y aguantar.

La vida se había empeñado en hacerlo instrumento de su disfrute para todo aquello que era claramente innecesario y aún destructivo. Era el testigo obligado del sufrimiento irrelevante, del dolor evitable y de las penas inauditas que quienes lo rodeaban parecían condenados a atravesar, sin darse cuenta que ellos mismos las buscaban y abrazaban como instrumentos del martirio preferido.

Ya había puesto a prueba su intención de conciliar, de demostrar y de hacer transparente el velo que separaba la espiral de sus conciencias, pero el resultado era entonces aún peor. Su esfuerzo era así catalogado de soberbia, de indolencia o de falta de sensibilidad. Nuevamente era un proscrito, un intocable, un impío. Aún el amor parecía desvanecerse y abría el paso al odio y la violencia. La amistad se rendía a la deslealtad. El futuro entregaba sus banderas al pasado más remoto y deformado.

En esas ocasiones su actuación era considerada como una herejía contra la humanidad y sus destinos eran la tortura, la hoguera y la muerte, en la mente de los otros. La espiral lo aplastaba con fuerza y lo lanzaba una curva más hacia el abismo al que apuntaba. La espiral siempre ganaba. Lo peor era saber que no era esa la única salida, que no era la única opción. No obstante, todos los demás se abrazaban a sus giros y se lanzaban en pos de sus dañinos efectos.

Ahora sabía que además nadie cercano podía percibirla, clara y retorcida, con sus giros sinuosos y perversos. La espiral seguía su descenso y los arrastraba con ella como una mueca de la fatalidad. Como un capítulo de una obra que jamás estará concluida. Sabía que compartir sus ideas sólo producía más dolor a quienes trataba de ayudar, de convocar o de querer. El silencio era su mejor aliado, aunque para nada brindase algo de paz.


Lo único cierto, lo más evidente, era su precaria situación. Estaba sólo.

sábado, 6 de abril de 2013

ANGUSTIA


Ella llora. También ella, sentada a su lado. Los dedos entre los labios y la angustia que estalla desde las vísceras y muere entre los dientes. Mucho azul. El cielo y el mar en una sola huida. Adiós a hijos y hermanos. Adiós a su risa y su sombra, a su fuerza y sus brazos. Ellos han apostado a un albur, lleno de sal y escualos. Azul, mucho azul para tan pocos músculos  pocas lágrimas para tanto océano. No habrá amuleto que los salve o dios que los proteja. Sólo hay azul, mucho azul. Y si cada vez más uno se aleja, más azul, más océano, sólo sombras y mucho azul. Mucho azul, sobre un lienzo de tristeza.

sábado, 16 de marzo de 2013

DÉJAME



Hazme olvidar que la muerte me ronda, que el cielo se cierne sobre mis brazos colorado y estridente. Déjame decir tonterías y hablarte de ésto. 

Hazme pensar que cuando las flamas del infierno te abrasan, la gloria te abre sus puertas. Déjame ahogarme en tu aroma y hacer de tu piel mi escondrijo. Hacer de tu risa un himno y ganarle una batalla al tiempo, al que nada le debo. 

Dime que puedo contar con tus ojos para olvidar el acero, para calmar mi ira y soterrar mi miedo. Déjame hacer de ti la más hermosa fuente de alegría para mi ánimo errático y terco. 

Pídeme todo, hazme tu siervo, condéname a verte mucho y a prestarte mis huesos. pero no me pidas más que espere otros minutos, cuando la luz pende de un hilo atado a tus cabellos.

lunes, 18 de febrero de 2013

CIERTA TRISTEZA



Es extraña la tristeza cuando te inunda el pecho, pero no logra nublar la mente. Prefiero entonces el dolor a la claridad de conciencia. Es envidiable la posibilidad de someterse a los vaivenes de la emotiva volatilidad, sin saberse víctima de la propia ceguera.

Que gloriosa la rabia, que dulces las lágrimas, que hermosos los ojos inyectados de furia cuando se comparan con esta necia capacidad de estar sereno y de trashumar entre las penas.

Cambiaría cada minuto de comprensión y angustia, por un rato de irracionalidad y compulsiva alegría. 

Romper las barreras del optimismo y declararme feliz por algunos momentos, sin importar el peso de mis palabras o la solidez de sus cimientos.

Que disfrute el de tentar al verbo con lo imposible y sucumbir ante lo evidente. Cómo cerrar la mente y entregarse a los desatinos del humor creciente.

Cómo lograr que esta gloriosa comprensión se aleje y me acerque así a la soledad de los otros. Grandioso poder emular la risa y gozo, para abrazar las banderas de la inconsciencia. Tremendo poder llorar y cruzar las aguas caudalosas de la paciencia.

lunes, 7 de enero de 2013

¿Qué podemos aprender de EL SEÑOR DE LOS ANILLOS?

Es bueno saber que se puede contar con amigos influyentes, así que, sentado en el muelle hago la pregunta. Mi amigo sonríe. Yo me siento un poco incomodo. Finalmente me responde y escucho una sola palabra: “uuvea (Mucho). Es la palabra que se le ocurre para contestar una pregunta sobre lo que podemos aprender de El Señor de Los Anillos.

“Y así sola -admite apacible mi amigo- es una palabra tan pobre, tan simple y tan mediocre para tratar de abarcar todo lo que esta pieza genial de literatura puede aportar para cada uno de nosotros, que no parece una respuesta digna.”

Cada pasaje, cada evento y giro inesperado de la trama nos deja algo, un exquisito deseo de participar, el sublime temor de que algo malo pase a continuación y una sabiduría innegable transmitida por el autor en cada uno de sus personajes. Aragorn es el compromiso, Gandalf la humildad y la nobleza, Arwen la lealtad, Sam Gamyi la amistad y la abnegación, Gollum la tragedia de la debilidad manipulada y la insaciabilidad de la avaricia, los Nazgul el precio el poder inmerecido, los Orcos el peso de la esclavitud del corazón, los enanos la fiereza y la terquedad, Boromir la torpeza del inmediatismo, Sauron la maldad.

El Señor de Los Anillos nos puede llevar a considerar cuestiones filosóficas fundamentales, puede alegrarnos y entristecernos. Nos habla de los bosques, nuestras víctimas silentes y de su posible venganza. Nos toca en muchas facetas de nuestra vida, de la que tenemos, la que quisiéramos tener y la que nunca desearíamos vivir. Nos enseña a tomar posición respecto a principios éticos a medida que conocemos y evaluamos cada personaje. Nos presenta la muy sutil frontera entre el bien y el mal, así como lo difícil que es mantenerse siempre de un mismo lado. No obstante, la recompensa es enorme cuando se escoge el lado correcto y se es fiel a los compañeros de viaje y al compromiso adquirido.

Pero, más allá de cualquier consideración racional, El Señor de Los Anillos nos enseña a creer. Tolkien nos enseña a creer en los árboles, en los elfos, en los amigos, en la bondad, en el valor, en la firmeza, en la lealtad, en las promesas y en las alianzas, así como en las consecuencias de nuestros actos en el medio inmediato de nuestra existencia y en áreas más alejadas de nuestra conciencia.

Y con Frodo, especialmente con Frodo, aprendemos a creer en la posibilidad infinita de ser héroes en nuestro propio tiempo, con acciones simples, sin necesidad de hechos gloriosos y discursos grandilocuentes. Por ello son los hobbits, los medianos, seres que han pasado prácticamente desapercibidos durante muchísimo tiempo a los ojos de las demás criaturas de la Tierra Media y en particular a los ojos de Sauron, el Señor Oscuro, que los considera insignificantes y sin mayor trascendencia, quienes tienen el poder de salvar a Elfos, Hombres, Ents, Ucornos, Beórnidas, Aguilas, Bosques, Lagos y, en fin, todo lo creado.

Son ellos, los hobbits, quienes pueden derrotar a Sauron, destruyendo el Anillo Unico, en las propias narices del Señor Oscuro. No hace falta ser un gran Lord Elfo, ni un descendiente de las Grandes Casas de los Edain. Se puede ser sólo un hobbit. Tener como principales placeres fumar pipa y conversar, y aun así salvar a todos, sin que muchos se enteren. Así, cada uno de nosotros puede tener su propia oportunidad. Quizás no logremos salvar la Tierra Media, pero podemos salvar un árbol, un animal abandonado, un niño perdido, un vecino atrapado en un ascensor.

Con cada acto pequeño, podemos ser como Frodo y ayudar a salvar nuestra propia Tierra Media, porque podemos creer y ser héroes anónimos. Podemos ser como ese hobbit que, temeroso, logró destruir al más temible de los entes de la oscuridad que intentaba dominar y destruirlo todo para su propio beneficio. Nada más poderoso que el heroísmo de la gente común luchando por una causa justa y en beneficio de muchos. Quizás aún falten por enumerar muchas de las cosas que se pueden aprender al leer El Señor de Los Anillos. A mi me basta con estas. Círdan sonríe de nuevo y me dice que debemos zarpar, ya no podemos permanecer más tiempo en los Puertos Grises.