miércoles, 19 de junio de 2013

MEGUM OCMË


Había traspasado todas las fronteras de la vergüenza y el escarnio. Se sabía impuro, detestable. Conocía todas las amarguras de la derrota y su hijo dilecto, el desprecio. Sin embargo, su vida estaba llena de sinsabores, pequeñeces y desconciertos. Su vida estaba vacía. Hacía tiempo que su corazón no daba un vuelco. Hacía mucho tiempo que su risa era un dibujo repetido, una broma contra sí mismo. Ya los sueños no eran posibles y su inspiración estaba hueca.

Todos los intentos por seguir valores e ideales superiores habían resultado en una simple pérdida de oportunidades bajo el yugo de la represión y con el triunfo de la cobardía. No había arriesgado nada. Había evitado indiscreciones, errores, faltas y traiciones, pero no había recibido a cambio sino tristeza y angustia, también alguna que otra burla. Incluso algunas culpas, para nada merecidas, se habían anidado en el corazón de quienes lo rodeaban, acechando constantemente su cotidianidad.

Demasiados años, demasiados mitos, demasiados logros, pero mucho vacío e incredulidad. Lo peor era saber que nadie conocía de sus esfuerzos, de sus gloriosas victorias sobre los impulsos, sobre los deseos, sobre las acciones sin razón que los demás parecían disfrutar con especial fruición.

Ahora sabía que sus intenciones nunca serían valoradas, que sus hazañas jamás serían cantadas ni recordadas. Eran minúsculas, insignificantes y por sobre todas las cosas, desconocidas. A nadie le importaban. Aún aquellos que se habían beneficiado de su fuerza y de su ecuanimidad, no veían en él más que un despojo, un espécimen vacilante de una especie en extinción.  Sus victorias no eran tales, eran sólo pasto para las bestias de la discordia.

Su vida podía ahora resumirse de manera simple y peyorativa. Nada que recuperar. Nada que rescatar en especial. Sólo un tránsito inerte sobre la calzada, con demasiadas rutas interesantes sin recorrer. Era un verdadero desperdicio, una nimiedad, algo muy fácil de descartar y de olvidar.

Ahora lo sabía. Pero nuevamente, la duda parecía ganar. Y detrás de la duda siempre estaba su peor enemigo: la razón. Esa terca tendencia a analizar, a examinar, a diseccionar cada hecho, cada intento, cada acción. Como un estratega irremediable tenía que visualizar las consecuencias de cada escenario, revisar opciones y adivinar desenlaces. Había aprendido a hacerlo, luego lo había perfeccionado y ahora estaba en la cima de su arte. Un arte que no tenía audiencia y que lo alejaba cada vez más de la gente. Peor aún lo acercaba más al desprecio de quienes más quería.

Era como una espiral descendente. Con giros repetidos en áreas conocidas. Cada vez que algo mejoraba, dos o tres cosas debían empeorar y así cualquier meta alcanzada o cualquier éxito posible debía verse truncado, para satisfacción de los demás. Un detalle, un evento fortuito, un percance bastaban para desencadenar todo un período de ignominia e infamia. Entonces se requería de toda su energía, de toda su voluntad y de todo su arte. Sabía que iba a lograrlo, ahora contaba inclusive con esa tranquilidad. Pero esa convicción no podría nunca evitar todos los pesares, toda la melancolía y toda la desesperación que implicaba conocer lo fútil de cada giro, de cada período, de toda la espiral que se empeñaba en repetirse y absorberlo con su centrífuga.

No lo molestaba saberlo. No lo molestaba entenderlo. Ni siquiera lo molestaba conocer el evidente desenlace. Lo torturaba comprender que nadie más lo veía, que sus más cercanos afectos sucumbían inmediatamente a la fuerza de la espiral y que incluso parecían creer que esa era la única opción para desarrollar su existencia. Era aún más terrible sentirse indefenso ante el destino cuando se tenían las claves para variarlo y convertirlo en decisión. Pero su entendimiento sólo le permitía observar, comprender y aguantar.

La vida se había empeñado en hacerlo instrumento de su disfrute para todo aquello que era claramente innecesario y aún destructivo. Era el testigo obligado del sufrimiento irrelevante, del dolor evitable y de las penas inauditas que quienes lo rodeaban parecían condenados a atravesar, sin darse cuenta que ellos mismos las buscaban y abrazaban como instrumentos del martirio preferido.

Ya había puesto a prueba su intención de conciliar, de demostrar y de hacer transparente el velo que separaba la espiral de sus conciencias, pero el resultado era entonces aún peor. Su esfuerzo era así catalogado de soberbia, de indolencia o de falta de sensibilidad. Nuevamente era un proscrito, un intocable, un impío. Aún el amor parecía desvanecerse y abría el paso al odio y la violencia. La amistad se rendía a la deslealtad. El futuro entregaba sus banderas al pasado más remoto y deformado.

En esas ocasiones su actuación era considerada como una herejía contra la humanidad y sus destinos eran la tortura, la hoguera y la muerte, en la mente de los otros. La espiral lo aplastaba con fuerza y lo lanzaba una curva más hacia el abismo al que apuntaba. La espiral siempre ganaba. Lo peor era saber que no era esa la única salida, que no era la única opción. No obstante, todos los demás se abrazaban a sus giros y se lanzaban en pos de sus dañinos efectos.

Ahora sabía que además nadie cercano podía percibirla, clara y retorcida, con sus giros sinuosos y perversos. La espiral seguía su descenso y los arrastraba con ella como una mueca de la fatalidad. Como un capítulo de una obra que jamás estará concluida. Sabía que compartir sus ideas sólo producía más dolor a quienes trataba de ayudar, de convocar o de querer. El silencio era su mejor aliado, aunque para nada brindase algo de paz.


Lo único cierto, lo más evidente, era su precaria situación. Estaba sólo.