domingo, 23 de mayo de 2010

Sag Ymath enyë Aramat (Parte 5)


Una docena de jinetes se aproximaba con paso tranquilo. Se acercaba la hora en que el Sol se sienta sobre el pilar del Universo, y la mayoría de las sombras huyen atemorizadas ante su poder. La brisa tibia proveniente del mar, rozaba con delicadeza la superficie líquida de los ojos del mundo. El aire jugueteaba creando pequeñas ondas que, al tratar de alcanzarse unas a otras, se estrellaban indefensas contra la orilla de los pequeños lagos.

Arriba, cerca de las escasas nubes, un tháleka solitario anunció su presencia en el cielo. Entre los arbustos, los pequeños animales corrieron hacia sus más cercanos escondites. Detrás de un grupo de rocas, unos grandes ojos se mantenían fijos sobre aquella compañía que se acercaba. Sin embargo, nada de lo que ocurría a su alrededor pasaba inadvertido.

Las armaduras de los visitantes brillaban bajo la luz del día. Yelmos de plata y delgadas armaduras de livianas aleaciones, relucían con fuerza y rodeaban a sus portadores de un halo misteroso. Era como una extraña ensoñación en medio de aquel espléndido paraje. Como por reflejo, Ymath desabrochó el khopa, extrajo el poderoso mazo de madera de Twë y lo colocó en el piso. Luego soltó el khopa y se deslizó hacia un tupido grupo de arbustos, que podían ocultarlo si no se levantaba. Los guerreros bordearon los pozos y se acercaron a los árboles que crecían lejos del acantilado. Sus cabelleras cubrían sus hombros y buena parte de sus espaldas. No eran robustos, pero por ello no dejaban de tener un aspecto temible.

El que parecía ser el jefe, portaba una armadura de plata con piezas de oro laminado. No iba armado con arco sino con una espada liviana. Su yelmo estaba adornado por un penacho de plumas de cisne y su caballo era blanco y brioso.

Ymath no pudo evitar el sobresalto cuando uno de los guerreros se acercó al líder para ayudarlo a desmontar. Este lo hizo con agilidad, pero con una delicadeza que delataba el por qué de su delgadez. Uno de los arqueros se quitó el yelmo y Piernas de Sauce pudo dar por cierta su sospecha. Eran mujeres. Mujeres guerreras de algún castillo cercano. -Myrvadiel-. Pensó Ymath.

Las demás mujeres se quitaron sus respectivos yelmos y desabrocharon sus petos. Ninguna se quitó la cota de malla y sólo algunas se deshicieron de sus guantes. Ymath centró su atención en aquella que parecía dirigir al pequeño ejército. Su cabellera era negra y hermosa. Su rostro, aunque lejano, se dejaba considerar perfecto. Luego de liberarse del yelmo y la armadura, prosiguió con la cota y la camisa. Ymath cerró os ojos y bajo la cabeza, pero un impulso más poderoso lo hizo volver a mirar. Aquel cuerpo poseía formas únicas y precisas. Su piel era blanca como las nieves de Pyr en lo profundo del Invierno, pero a Ymath lo dominó la idea de que sería cálida y acogedora al tacto. La mujer caminó lentamente hacia la orilla del lago más cercano al mar y se introdujo lentamente. Sus aguas parecían recibirla plácidamente. El resto de las mujeres tomó posiciones de guardia. Cerca de la mitad tensó una flecha en su arco.

Piernas de Sauce estaba atónito. La mujer salió del lago y su piel mojada brillaba como su armadura bajo los rayos del Sol. Se tendió sobre la hierba circundante para que su piel se secara. Aquella mujer era la Dama de Myrvadiel. No quedaba duda. ¿Sabría ella sobre el peligro que la acechaba? ¿Conocía de la llegada de Aikhas al valle de Korë? ¿Podía algo tan hermoso tomar en serio sus palabras?

La angustia casi obliga a Ymath a salir de su escondite y gritar lo que sabía. Pero una mirada fugaz hacia los guardias que custodiaban a la Dama le hizo desistir. No alcanzaría a articular palabra antes de ser atravesado por dos o tres flechas de hierro. Además no tenía en sus manos su mazo de madera Twë. Tenía que esperar el momento propicio. Pero ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Esperaría también el amo de Sigart-Qyan? ¿Cuál sería ese momento? El tháleka volvió a lanzar su llamado, la Dama se incorporó y un viejo amigo apareció en escena. El lobo gris se acercó a la Dama. Su escolta se dispuso a matarlo. Pero la Dama intervino.

- No temáis, es mi viejo amigo Fhen. ¿Cómo estáis viajero incansable?

- Me alegra saludaros, veo que vuestro guardián os acompaña-. Contestó el aludido mirando al cielo. - Estoy bien, aunque muy preocupado.

- Lo sé. La sombra de Sigart-Qyan se cierne sobre nosotros. Aikhas está con Neraya.

- Si, mi Señora y se dispone a destruiros...

Ymath no pudo prestar atención al resto de la conversación. Su viejo amigo Fhen estaba hablando con la Dama de Myrvadiel. Fhen podía hablar y nunca, nunca había hablado con él. ¿Por qué? Ymath confiaba en aquel lobo como en el padre que nunca tuvo. El animal lo había alimentado cuando de niño había sido abandonado en las laderas de los montes de Pyr. ¿Cómo podía haberlo engañado de esa manera? Mil pensamientos cruzaron la mente de Ymath, las ideas iban y venían como transportadas por un huracán.

Cuando recobró la serenidad, volvió a mirar hacia los lagos. La Dama se había incorporado. Su cuerpo se delineaba perfecto contra los rayos del astro que comenzaba su descenso. Su torso... su torso tenía una marca, una marca de nacimiento. Se levantó. Un dardo se clavó en su nuca. Ymath sintió que el mundo giraba cada vez más rápido a su alrededor. Sin embargo, luchó por mantenerse de pie. Otro dardo lo alcanzó en el cuello y ya no pudo luchar más. Su cuerpo se desplomó inerte sobre los arbustos que le habían servido de escondite. La Dama se colocó su armadura y se dispuso a partir.

- Háblale Fhen. Ha llegado el tiempo de la verdad.

- Lo haré mi Señora.

- Cuídalo mi viejo amigo... ayúdalo a entender

- Lo intentaré...

- Adiós Fhen...

- Adiós Aramat...

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