miércoles, 5 de mayo de 2010

Sag Ymath Enyë Aramat (Parte 4)


- Esta bien Almir, si eso es lo que quiere el brujo, se lo daremos...

- Señor... si me permites...

- ¿Qué sucede ahora Almir?!!-. Vociferó Neraya. - ¿Qué demonios...?!!

- Mi Señor, creo que no deberíais hacer alianzas con ese hechice...

Antes de que el heraldo pudiese terminar su frase, Neraya se levantó furioso, desenvainó su espada y se abalanzó sobre él. El guerrero retrocedió y Neraya colocó la punta de su espada en la garganta de su emisario.

- ¿Desde cuando eres mi consejero Almir?- preguntó irónico. -No sabía que te interesaran las alianzas políticas -. El heraldo estaba paralizado. Lívido y tembloroso, no se atrevió a responder a las palabras de su Señor. - Habla!!- continuó Neraya. -¿Qué idiotez se te ha ocurrido? ¿Te asustó acaso el come-ranas de Sigart-Qyan?

- Sí, mi Señor- se atrevió a decir el heraldo. - Es algo maligno, muy poderoso, y creo que hasta podría... -. No se atrevió a continuar, extrañado ante la sonrisa que comenzaba a dibujarse en el rostro de Neraya.

- ¡¿Destruirme?! -. Neraya dejó escapar una estridente carcajada y bajó su espada.

- Lo sé Almir-. continuó. - Aikhas puede destruir un ejército completo, toda Tloë puede desaparecer bajo su poder. Pero el Amo de Sigart-Qyan es nuestro aliado Almir. Al menos como tal simularé tratarlo. Pero eso no te incumbe a ti, imbécil, vete y descansa. Mañana quizás necesite que hagas otro viaje.

El emisario del rey salió de la habitación, desencajado, confuso. No lograba comprender el significado de las palabras de su Señor. Pero más allá de sus pensamientos, una extraña sensación lo acompañaba. Era miedo. Temor. Resultado de su encuentro con Aikhas, el alto hechicero. El ser más terrorífico que había conocido. Sentía que, de alguna manera, el mago, su presencia, lo había afectado más de lo que él mismo podía precisar.

Los temores de Almir no eran infundados. En su fortaleza, Aikhas analizaba las posibilidades de arrasar Tloë, así como las villas y poblados cercanos, luego de destruir Myrvadiel. Quizás entonces, la Dama accedería a acompañarlo a Sigart-Qyan. Si no, tendría que hechizarla y eso sería peligroso, luego de haber empleado la mayoría de sus fuerzas contra los muros del Castillo. Seguramente tendría que deshacerse del hijo de Uruwya, un reyezuelo, un facineroso cuyas tierras pasarían a engrosar los vastos dominios de Aikhas. Su plan se le antojaba perfecto. El heraldo sería su mejor sirviente. Poco a poco el hechizo surtiría efecto y la traición lo solucionaría todo. Las tierras y la Dama de Myrvadiel pasarían a ser posesiones del alto hechicero y las fronteras de su reino se extenderían cada vez más hacia el propio istmo de Dorn-kee, la frontera continental.

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