sábado, 12 de junio de 2010

El hombre tenía unos enormes ojos negros

Más que grandes, sus globos oculares parecían desafiar la gravedad asomándose a límites muy audaces fuera de sus cavidades orbitales. Su historia médica estaba plagada de diagnósticos e interpretaciones psicodinámicas. Había recibido todo tipo de medicación, incluso aquellos derivados de la medicina alternativa. Su hospitalización más reciente había sido en Inglaterra. En un obscuro sanatorio provinciano de donde había sido trasladado a un centro hospitalario londinense para luego escapar de forma inexplicable. Su historia también hablaba de un delirio muy poco estructurado. Quizás sin estructura alguna en tanto se circunscribía a un solo elemento...

El hombre insistía en aquella afirmación de manera compulsiva y monocordante. En todas sus hospitalizaciones se mantenía aquella frase, absoluta, simple e intrigante. Esa frase era su única respuesta, su única manifestación verbal, su único pecado, su único temor.

En aquel momento se encontraba internado en Italia. En la pequeña ciudad de Taranto. Yo me encontraba de paso. Me dirigía a Grecia. Venia de un Congreso en el que había participado en la ciudad de Amsterdam. Conociendo mi profesión, unos amigos Tarantinos me invitaron a conocer al “loco más famoso del pueblo”. Había sido visitado por casi todos los profesionales en salud mental de Italia con muy pocos resultados. Pronto seria trasladado.

No me miró cuando entré hacia su habitación. No se le consideraba peligroso, pero se me previno sobre demasiada cercanía. Parecía asustarse al ver a otras personas. Las interpretaciones y clasificaciones comenzaban a rondar mi mente, pero su mirada, aunque vacía, parecía decir algo más.

No me dijo nada. No respondió una sola pregunta. Hizo caso omiso de mi presencia y no reaccionó a ningún ruido. Se sonreía mirando al vacío. Temblaba de miedo y al instante volvía a sonreír. Su rostro denotaba pánico, estupor, alegría y paz al mismo tiempo. Pero lo más sobrecogedor era su tranquilidad, su inaguantable tranquilidad.

Luego de una hora y pocos minutos, decidí dejar de molestarlo. Abandoné Taranto tres días después, un poco intrigado un poco decepcionado de mi experiencia en ese hospital psiquiátrico.

Tomé un barco en Brindisi que nos llevaría a la costa de Amalfi. Allí me detuve a descansar durante algunos días en pequeño pueblito de pescadores. Todas las mañanas, al levantarme, solía mirar un grupo de pescadores que regresaba de su jornada y se dedicaba a arreglar sus redes, preparándolas para la madrugada que vendría.

Esa mañana el Sol brillaba muy alto en el cielo. Mi atención se centro en un pequeño que trataba de atrapar la mirada de su padre quien se ocupaba, absorto, de reparar una parte de su red que había resultado dañada.

- Mira padre, mira por favor...

- Que cosa hijo...

- Es muy grande...

- Quizás un albatros...

- No padre... un albatros no... es más grande...

El padre miró al cielo y sus ojos parecieron quedar adheridos a su brillo. Llamó a un camarada que, bote de por medio, trabajaba en sus quehaceres cotidianos. Yo también miré hacia arriba y empecé a sonreír. Entonces recordé Taranto. Comprendí mi desasosiego y la tranquila, casi estúpida, pasividad de aquel loco. El hombre tenía unos enormes ojos negros. Repetía aquella frase como un poseso. Como quien le ha vendido su alma a la incredulidad...

- Puedo volar...

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