La herida era grave, pero no
mortal. Un tajo largo y profundo, pero no suficiente para cegar la luz de la
mirada de Aryse. Taumaturgos y herbolarios discutían sobre cómo tratar a la
dama. Unos a otros se contradecían y argumentaban su razón con vehemencia.
Alguien se acercó en silencio. Los sabios seguían en su discusión y no lo
vieron pasar. Lady Aryse en medio de su debilidad sintió una cálida mano que
levantaba ligeramente su cabeza y unas palabras en antiguo élfico que
acompañaban a un brebaje de sabor amargo pero enérgico.
- Mi nombre es Mesayla – escuchó una voz fuerte y
danzarina al mismo tiempo. – Esto te ayudará a mejorar mientras tus sabios
deciden como matarte. Pareció reír muy quedamente al final de su comentario.
La bebida hizo efecto
rápidamente. Lady Aryse entró en el mundo de los sueños, el Vjällnir, como lo
llamaban los elfos. Su cuerpo se hizo liviano. Su temperatura ascendió
ligeramente. Comenzó a escuchar voces del pasado. Canciones de cuna. Cánticos.
Lamentos. Llantos y risas. Imágenes se mezclaban en su mente, una tras otra,
varias al mismo tiempo. De pronto sintió que se elevaba. Podía ver a los
taumaturgos y herbolarios aún discutiendo. Podía ver a Mesayla sentado a su
lado, susurrando algo en su lengua.
De pronto sólo oscuridad. Sintió
el mismo terror que pudo ver en la mirada de Pheshog. Luego una pequeña luz.
Una luciérnaga se posó en su mano. Luego voló y comenzó a iluminar dando
vueltas alrededor de Aryse. Podía ver el castillo desde arriba, las tierras
allende el río, los pájaros y los halcones.
Lady Aryse se abrumó con la
belleza que veía. Tanto verde y tanto azul. Pensó en tantas batallas inútiles,
en tanta sangre derramada. Demasiadas batallas, muchas consecuencia de su
belleza y su linaje. Demasiados pretendientes, demasiados tontos y demasiados
orgullos rotos. Una sonrisa se asomó a la comisura de los labios. Siguió
recordando.
Una vez muertos su padre y su
hermano, defendiendo sus tierras en la guerra contra la invasión de los
Filbatha y sus bestias de guerra. Lady Aryse tuvo que hacerse cargo de los
deberes del señorío. No fue sencilla la tarea.
Primero, tuvo que rechazar los
intentos de varios senescales y mayordomos de su padre por hacerse con el mando
de las tropas y con la herencia de la casa. Varios pidieron su mano, algunos
intentaron tomar la heredad, la casa y su cuerpo por la fuerza, pocos
sobrevivieron. Muchos abandonaron las tierras de su padre con la cabeza baja y
un poderoso rencor en la mirada.
Finalmente, quedó muy reducida su
mesnada, pero muy elevado su espíritu. Tuvo que nombrar nuevos capitanes. Un
herrero, un veterano sargento y un joven sobrino de uno de aquellos que
abandonaron la heredad. El joven escudero juró lealtad a Lady Aryse, con el
tiempo, pudo demostrarla varias veces.
- La belleza puede ser una pesadilla – murmuró.
Una frase que la acompañaba desde muy joven.
Cuando aún contaba con sólo trece
inviernos destrozó, sin querer, el corazón de su primo Feron. El joven conde
había sucumbido, desde su primer encuentro, a su cabellera roja como el fuego,
sus ojos grises, su piel pálida como el sol de invierno y su hermosa figura. Lady
Aryse tuvo que aprender, una desagradable experiencia tras otra, a medir sus palabras, a cubrir adecuadamente
su cuerpo y a soportar la lujuria en los ojos de tantos nobles, guerreros y
soldados con los cuales debía compartir su cotidianidad de una forma o de otra.
Sólo Taari, el veterano sargento,
la miraba como a otro igual. Eso le agradaba. No había segundas intenciones en
su amabilidad y su interés en educarla e instruirla en el manejo de las armas y
la doma de caballos era genuino, como su corazón. Taari no tenía halagos para
la joven Aryse, sólo reprimendas y sabios consejos. Era bueno saber que en
alguien podía confiar.
Comenzó a huir de la corte y sus
miradas. Prefería el uso de la espada y cabalgar sobre el potro que su padre le
había obsequiado. Era un hermoso ejemplar de Niaspi, un macho fogoso y
temperamental que parecía calmarse al contacto con las manos de Lady Aryse. Su
vínculo surgió de inmediato, con el primer galope fue suficiente y fueron uno
para el otro, jinete y montura, enlazados en una preciosa danza que
compartirían desde entonces, cada vez que lograban reunirse en los campos de su
padre. Ambos componían una hermosa figura que parecía deslizarse entre el verde
y los acantilados en las tierras de Vurathi.
Lady Aryse aprendió a manejar la
espada, la ballesta, el arco y la lanza, como el mejor de los capitanes de su
padre. Aprendió a lanzar cuchillos, a luchar cuerpo a cuerpo, sin armas y sin
más ropas que un taparrabos y una camisa. Sus músculos se hicieron fuertes y
tonificados. Su piel se bronceó ligeramente por las largas horas de
entrenamiento bajo el sol.
Al cumplir diecinueve años, era
capaz de retar a su hermano en combate y vencerlo. Arath era un gran guerrero,
el orgullo de su padre, Lord Aroth de Vurathi. Pero Lady Aryse era capaz de de
vencerlo a mano limpia. Lady Nemarine, su madre, miraba horrorizada como su
hija se había convertido en un poderoso guerrero y mostraba siempre su
descontento con aquella situación. Pero Lord Aroth la calmaba con su mirada y
sus palabras de ánimo.
- No temas mi señora. Nunca dejaré que siquiera se
vierta sangre cerca de ella, nuestra Aryse jamás irá a batalla con nosotros.
Aryse se llenaba de furia y
descontento al oír aquello. Pero evitaba causar tristeza en su madre y
desasosiego en su padre. Así que se tragaba las palabras y esperaba ansiosa por
una oportunidad para probar su destreza y su valor. No sabía cuán pronto ese
momento estaba por alcanzarla.
Los Filbatha cayeron sobre la
costa norte como rayos sobre una pequeña villa, destruyendo y quemando a su
paso todo lo que su gente había creado con esfuerzo y amor. Sus bestias de
guerra parecían invencibles. Causaban temor aún entre los guerreros más
curtidos. Algunos llegaron a pensar que eran seres creados con magia negra o
demonios del inframundo. Pero no. Eran bestias desconocidas en este lado del
mar.
Luego de varias derrotas, los ejércitos de Lord Aroth estaban
desmoralizados. Arath el hermano de Lady Aryse envió mensajeros pidiendo ayuda
a todos los nobles de los señoríos cercanos y no tan cercanos. Sólo una gran
fuerza podría contener a los Filbatha. No hubo respuesta. Al menos, no la
esperada. Los mensajeros regresaron con muchos halagos, muchas excusas y ningún
refuerzo.
- Nos han dejado solos padre – dijo el joven a
Lord Aroth. Algo de tristeza y rabia se podía sentir en el tono de su voz.
- Casi todos – respondió el señor de Vurathi.
Sonaron trompetas en la distancia
y el corazón del joven Arath se aceleró. Toda la guarnición del castillo se
preparó para el asalto.
- ¡Son ellos padre! ¡A las armas!
- Son ellos Arath, pero no quienes tú crees – Lord
Aroth parecía entusiasmado y la sorpresa casi se transforma en alegría para
Arath.
Cuando finalmente se asomaron a
la muralla, Lord Aroth sonreía como un niño. Dos pequeñas formaciones se
acercaban al castillo desde el sur y desde el suroeste. La primera avanzaba con
los colores azules y amarillos de las huestes de los elfos del bosque
alto. La segunda con los colores marrón
y gris de los enanos de las cuevas rotas, la casa de Melmbur, el señor de
Bhakinzar, la ciudad de las gemas.
Ambas razas eran aliadas de la
casa de Q’Nar, los señores de Vurathi. Pero sólo eso tenían para unirlos en
batalla, una larga historia de conflictos desde el rapto de la princesa Filthumvilya
por un fuerte príncipe de los enanos, se había hecho costumbre entre ambas razas.
- Son pocos padre – dijo Arath
- Sí, hijo mío, menos de lo que esperaba, pero
cada uno de ellos vale por dos o más de nosotros. Ayudarán a igualar la
balanza.
Sólo trescientos guerreros elfos
con sus arcos largos y sus espadas plateadas, casi el doble de guerreros enanos
con sus hachas de hierro y sus martillos de guerra. Todos dispuestos a ayudar a
sus hermanos de Vurathi. El recibimiento fue muy emotivo. Las gentes de Vurathi
se lanzaron a recibir a sus hermanos elfos y enanos. La luz parecía brillar
nuevamente en sus vidas.
El Sol se ocultó dos veces. Entonces,
en una sombría mañana, una gran hueste se divisó en el horizonte. Los Filbatha venían
a culminar su conquista. Venían a derrotar de una vez por todas a la casa de Q’nar.
Los señores de Vurathi eran el único obstáculo para cruzar el istmo y seguir sometiendo
nuevas tierras del continente bajo su poder.
Los invasores iniciaron el asalto
al castillo sin perder un instante. El primer ataque fue brutal. Hombres, elfos
y enanos se entregaron a la defensa. Los arqueros elfos diezmaron la vanguardia
de los Filbatha, pero sus legiones eran numerosas. Cuando la victoria paracía
hacerles un guiño a los defensors, aparecieron las bestias de los Filbatha.
Wyverns y mantícoras, nagorns y belersdachs.
Arath concentró las fuerzas
aliadas en la defensa contra las bestias. Los enanos se dedicaron a destruir a
los nagorns y hacer el mayor daño posible a los belersdachs. Los elfos se
concentraron en los wyverns y las mantícoras. Los humanos en hacer frente a las
legiones de Filbatha que, oleada tras oleada, se estrellaban contra las paredes
del castillo.
La batalla duró toda la mañana y
casi toda la tarde. Los defensores no podían hacer más de lo que ya habían
hecho y su ánimo comenzaba a vacilar.
En ese momento apareció Lord
Aroth, Señor de Vurathi, Cyalbo de la Casa de Q’nar. Montando su caballo, un
hermoso corcel de de guerra llamado Drom, salió al patio de armas arengando a
sus hombres. Vestía su armadura roja y dorada, la de la Casa de Q’nar. El sol
de la tarde la hacía relucir ante el enemigo y por un momento, los defensores
pensaron que el propio Shamokk había venido a ayudarlos.
- ¡A mí! ¡A mí, valientes Vurathi! ¡Por nuestros
hijos, por nuestros padres! ¡Por nuestro honor! ¡Athanatar mashut bellura!
Cientos de voces respondieron y
el ánimo regresó a los corazones de los defensores. Se abrieron las cuadras y
decenas de caballeros Vurathi montaron sus caballos. Muchos guerreros elfos
montaron también. Se abrieron las puertas y los defensores salieron a la carga.
Sorprendidos, los Filbatha
cedieron ante el empuje inicial de la carga liderada por Lord Aroth, pero
pronto las bestias de guerra volvieron a inclinar la balanza contra los
defensores. Entonces salieron los enanos, entonando con voz grave su lamento de
guerra. Blandiendo y lanzando hachas eliminaron a casi todos los nagorns y
belersdachs. Los pocos que sobrevivieron, huyeron de la batalla. Luego se
dedicaron a las mantícoras que descendían para atacar a los defensores. El
propio Príncipe Nubar mató al capitán de los Filbatha que montaba al líder de
las mantícoras y a su bestia. Pero murió también por las heridas que había
sufrido. El resto de las mantícoras se lanzó sobre los enanos que habrían
sucumbido de no ser por los arqueros elfos que aún quedaban en las murallas.
Aryse enloquecía en sus
habitaciones. Se había puesto su armadura y sus armas estaban listas para ser
usadas, pero dos guardias en su puerta no la dejaban salir. Podría vencerlos
pero no iba a derramar sangre Vurathi. De pronto escuchó voces, el Capitán de
la Guardia de la Fortaleza necesitaba cada hombre que pudiese luchar en las
almenas y en las murallas. Los guardias se fueron y Aryse salió al corredor. Su
armadura, azul y plata, relució con la luz que se filtraba. Ni una mancha, ni
una abolladura. Para ella, una total vergüenza.
Corrió hacia las murallas y pudo
ver morir al Príncipe de los enanos. Sus hermanos lucharon para recuperar su
cuerpo y los arqueros elfos diezmaron a las mantícoras que salvajemente los
atacaban. Los enanos se retiraron hacia las puertas del castillo.
La batalla
comenzaba a ser masacre. Hombres y elfos eran arrojados de sus monturas.
Flechas, lanzas, hachas y garras cegaban sus vidas. Arath luchaba haciendo
honor a su nombre, “como un león. Sus armas cortaban y tronchaban como un
remolino de metal. Los Filbatha lo atacaban cada vez con mayor temor. Estaba
agotado, pero no podía dejar de defender a su padre que, herido, luchaba por
mantenerse sobre el lomo de Drom, mientras mataba a cuanto Filbatha podía aún
golpear con su espada.
-
¡Padre! ¡Regresa al castillo! ¡Debes salvarte!
No recibió respuesta. Sólo tuvo
un instante para ver a su padre caer
bajo las garras de un Wyvern que destrozó su cuerpo y el de Drom, dejando sólo
un amasijo de carne, miembros y sangre. Giró sobre sí y recibió media docena de
flechas Filbatha en su pecho. Así cayeron los últimos varones de la Casa Q’nar.
El grito de Aryse murió en su
garganta. La ira se apoderó de su corazón y el miedo atenazó su espíritu. Por
un momento pensó que moriría, pensó que se desvanecería y sería esclavizada por
los Filbatha, cuando finalmente tomaran la fortaleza. Volvió a mirar hacia
abajo y vio los restos de su padre y su hermano. Vio los cuerpos de tantos
amigos y aliados. Hombres, elfos y enanos, muertos o heridos bajo las legiones
de los Filbatha que ya se acercaban a las puertas del castillo. Se dio vuelta.
Miró hacia abajo otra vez y vio a las gentes de Vurathi. Herreros, labradores,
peleteros, tenderos, carpinteros y pescadores. Hombres, mujeres, niños y ancianos.
Tíos, hermanos, padres e hijos. La Guardia de la Fortaleza firme.
-
¡Gente de Vurathi! - gritó - ¡Gente de mi padre!
- siguió.
Lanzó entonces una arenga que
muchos aseguraban fue grandiosa, pero que Aryse no lograba evocar desde ese
mismo día. Sólo podía recordar el grito ensordecedor de la gente.
-
¡Lady
Aryse! ¡Vurathi! ¡Athanatar mashut
bellura!
Recordaba las puertas del catillo
abrirse y recordaba a la gente de Vurathi abalanzándose sobre el enemigo.
Recordaba el choque del metal y los gritos. Su espada contra otras, contra
lanzas, contra hachas, los relinchos de su potro Dragonmane. Recordaba el
rostro asombrado de los Filbatha ante una nueva carga desde el castillo. El sol
comenzó a ocultarse y los Filbatha sufrieron otro ataque desde su propia
retaguardia.
Los Enalfos, mestizos proscritos por sus razas de origen,
decidieron que era el momento de ganarse el respeto de sus ancestros. Más de
tres mil guerreros frescos llegaron en formación cerrada apoyados por arqueros
y caballería ligera. Finalmente, los Filbatha cedieron. Los sobrevivientes se
retiraron ordenadamente. Regresaron a la costa y luego a sus tierras de origen
a bordo de sus rápidas naves.
Vurathi se había salvado. Pero se había salvado
tan poco, recordaba Lady Aryse en medio de su ensoñación.