Había traspasado todas las
fronteras de la vergüenza y el escarnio. Se sabía impuro, detestable. Conocía
todas las amarguras de la derrota y su hijo dilecto, el desprecio. Sin embargo, su vida
estaba llena de sinsabores, pequeñeces y desconciertos. Su vida estaba vacía.
Hacía tiempo que su corazón no daba un vuelco. Hacía mucho tiempo que su risa
era un dibujo repetido, una broma contra sí mismo. Ya los sueños no eran
posibles y su inspiración estaba hueca.
Todos los intentos por seguir
valores e ideales superiores habían resultado en una simple pérdida de
oportunidades bajo el yugo de la represión y con el triunfo de la cobardía. No
había arriesgado nada. Había evitado indiscreciones, errores, faltas y
traiciones, pero no había recibido a cambio sino tristeza y angustia, también
alguna que otra burla. Incluso algunas culpas, para nada merecidas, se habían
anidado en el corazón de quienes lo rodeaban, acechando constantemente su
cotidianidad.
Demasiados años, demasiados mitos,
demasiados logros, pero mucho vacío e incredulidad. Lo peor era saber que nadie
conocía de sus esfuerzos, de sus gloriosas victorias sobre los impulsos, sobre
los deseos, sobre las acciones sin razón que los demás parecían disfrutar con
especial fruición.
Ahora sabía que sus intenciones
nunca serían valoradas, que sus hazañas jamás serían cantadas ni recordadas.
Eran minúsculas, insignificantes y por sobre todas las cosas, desconocidas. A
nadie le importaban. Aún aquellos que se habían beneficiado de su fuerza y de
su ecuanimidad, no veían en él más que un despojo, un espécimen vacilante de
una especie en extinción. Sus victorias
no eran tales, eran sólo pasto para las bestias de la discordia.
Su vida podía ahora resumirse de
manera simple y peyorativa. Nada que recuperar. Nada que rescatar en especial.
Sólo un tránsito inerte sobre la calzada, con demasiadas rutas interesantes sin
recorrer. Era un verdadero desperdicio, una nimiedad, algo muy fácil de
descartar y de olvidar.
Ahora lo sabía. Pero nuevamente,
la duda parecía ganar. Y detrás de la duda siempre estaba su peor enemigo: la
razón. Esa terca tendencia a analizar, a examinar, a diseccionar cada hecho,
cada intento, cada acción. Como un estratega irremediable tenía que visualizar
las consecuencias de cada escenario, revisar opciones y adivinar desenlaces.
Había aprendido a hacerlo, luego lo había perfeccionado y ahora estaba en la
cima de su arte. Un arte que no tenía audiencia y que lo alejaba cada vez más
de la gente. Peor aún lo acercaba más al desprecio de quienes más quería.
Era como una espiral descendente.
Con giros repetidos en áreas conocidas. Cada vez que algo mejoraba, dos o tres
cosas debían empeorar y así cualquier meta alcanzada o cualquier éxito posible
debía verse truncado, para satisfacción de los demás. Un detalle, un evento
fortuito, un percance bastaban para desencadenar todo un período de ignominia e
infamia. Entonces se requería de toda su energía, de toda su voluntad y de todo
su arte. Sabía que iba a lograrlo, ahora contaba inclusive con esa
tranquilidad. Pero esa convicción no podría nunca evitar todos los pesares,
toda la melancolía y toda la desesperación que implicaba conocer lo fútil de
cada giro, de cada período, de toda la espiral que se empeñaba en repetirse y
absorberlo con su centrífuga.
No lo molestaba saberlo. No lo
molestaba entenderlo. Ni siquiera lo molestaba conocer el evidente desenlace.
Lo torturaba comprender que nadie más lo veía, que sus más cercanos afectos
sucumbían inmediatamente a la fuerza de la espiral y que incluso parecían creer
que esa era la única opción para desarrollar su existencia. Era aún más
terrible sentirse indefenso ante el destino cuando se tenían las claves para
variarlo y convertirlo en decisión. Pero su entendimiento sólo le permitía
observar, comprender y aguantar.
La vida se había empeñado en
hacerlo instrumento de su disfrute para todo aquello que era claramente
innecesario y aún destructivo. Era el testigo obligado del sufrimiento irrelevante,
del dolor evitable y de las penas inauditas que quienes lo rodeaban parecían
condenados a atravesar, sin darse cuenta que ellos mismos las buscaban y
abrazaban como instrumentos del martirio preferido.
Ya había puesto a prueba su
intención de conciliar, de demostrar y de hacer transparente el velo que
separaba la espiral de sus conciencias, pero el resultado era entonces aún
peor. Su esfuerzo era así catalogado de soberbia, de indolencia o de falta de
sensibilidad. Nuevamente era un proscrito, un intocable, un impío. Aún el amor
parecía desvanecerse y abría el paso al odio y la violencia. La amistad se
rendía a la deslealtad. El futuro entregaba sus banderas al pasado más remoto y
deformado.
En esas ocasiones su actuación
era considerada como una herejía contra la humanidad y sus destinos eran la
tortura, la hoguera y la muerte, en la mente de los otros. La espiral lo
aplastaba con fuerza y lo lanzaba una curva más hacia el abismo al que
apuntaba. La espiral siempre ganaba. Lo peor era saber que no era esa la única
salida, que no era la única opción. No obstante, todos los demás se abrazaban a
sus giros y se lanzaban en pos de sus dañinos efectos.
Ahora sabía que además nadie
cercano podía percibirla, clara y retorcida, con sus giros sinuosos y
perversos. La espiral seguía su descenso y los arrastraba con ella como una
mueca de la fatalidad. Como un capítulo de una obra que jamás estará concluida.
Sabía que compartir sus ideas sólo producía más dolor a quienes trataba de
ayudar, de convocar o de querer. El silencio era su mejor aliado, aunque para
nada brindase algo de paz.
Lo único cierto, lo más evidente,
era su precaria situación. Estaba sólo.
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