La Torre es el mundo. Ya lo
sabemos. En ella está todo, lo escrito y lo que no. Cada palabra, cada frase,
cada letra que no ha encontrado aún compañeras ocupa un lugar en alguna de sus
galerías.
Adentro, también estamos nosotros.
Atrapados, sea cual fuere la talla de nuestro ser, transitamos su arquitectura
impalpable, absortos con sólo alguna de las maravillas que esconde. Por eso no
sentimos padecimiento por esta prisión y muy pocos son capaces de percibir el
encierro. Sin embargo, es la cárcel más dulce, es nuestra casa. En ella
gravitamos, rodeados de falsa intemperie.
Nos encontramos con los escritos,
los ladrillos de la Torre (¿o ellos nos encuentran a nosotros?) y nos aferramos
a sus giros, a sus trucos. Deseamos llenarnos de su extensión para poder
materializar sus muros.
Corremos entonces el peligro de olvidar una de sus
mejores suertes: la brevedad. La palabra como llave de nuevas paredes y
corredores que vienen a complicar la estructura de nuestra cárcel. Quizás sentimos
temor a comprender lo inútil del esfuerzo por hacerla tangible.
A fin de cuentas, no es sino la
eterna brevedad de cada palabra lo que hace infinito el número de galerías de
la Torre, para que la “escalera espiral” se eleve y se hunda, cada vez más en
el abismo que la atraviesa.
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